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Casablanca (1942)



ELOGIO DE LA PÉRDIDA

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Ya es difícil decir algo realmente original sobre Casablanca, que es posiblemente uno de los clásicos más emblemáticos de todos los tiempos, a tal punto que hasta puede darse el lujo de tener sus detractores: hay algunos que afirman que es mejor Tener y no tener, otro film notable protagonizado por Humphrey Bogart, pero dirigido por Howard Hawks y coprotagonizado por Lauren Bacall. Pero, a la vez, es de esos films capaz de promover un sinfín de lecturas, todas ellas válidas, en buena medida porque está imbuida de esa magia que solo tienen esas obras maestras que todavía hoy sorprenden en las virtudes que despliegan.

Si la pensamos en clave histórica, más que romántica, Casablanca era una película bélica, pero una que mostraba que la cultura audiovisual estadounidense era capaz de dar pelea con una multiplicidad de estrategias, que incluían la mixtura de géneros. En el caso del film de Michael Curtiz, había un juego constante con la trama de espionaje y la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo, que encima tenía a Estados Unidos recién metido en la contienda. Desde ahí, teníamos una película que hablaba sobre el presente inmediato, pero también sobre cómo el pasado condicionaba a la actualidad y las perspectivas que se podían intuir a futuro. Tanto temática como estructuralmente, la incertidumbre era un factor que dominaba la narración, aunque a la vez era capaz de transmitir certezas con una convicción apabullante, incluso a riesgo de parecer utópica o ingenua.

Ese convencimiento y esperanza sutil que transmitía el film eran progresivos, a tal punto que nacían del descreimiento y pesimismo nato que transmitía Rick -Humphrey Bogart en una de esas actuaciones que son instantáneamente icónicas-, pero que iba mutando desde la interacción con los otros protagonistas. Si Casablanca era una película con una pareja protagónica, también, desde su mismo título, dejaba en claro su coralidad, su afán de retrato de un espacio donde confluían diversas mentalidades y sucesos, en un caldo de cultivo que explotaba en múltiples direcciones. Esas miradas que chocaban o establecían alianzas de acuerdo a las circunstancias estaban condicionadas por las nacionalidades e ideologías, y en eso el elenco era clave: la sueca Ingrid Bergman, el inglés Claude Reins (haciendo de un francés), el alemán Conrad Veidt, los austrohúngaros Paul Henreid y Peter Lorre, todos bajo la dirección de Curtiz (otro austrohúngaro), eran símbolos corporales de lo cosmopolita que podían ser ciertas urbes y, a la vez, la industria hollywoodense. Cada uno, a su modo, interpelaba al individualismo estadounidense de Rick-Bogart, al mismo tiempo que señalaban la tragedia migratoria que había provocado el ascenso del nazismo y otras expresiones totalitarias.

Esas interpelaciones hablaban también de decisiones que había que tomar y que en muchos casos –especialmente para Rick- terminaban siendo sacrificiales. No había alternativas perfectas, siempre surgía un costo que pagar, al cual no se podía pasar por alto y del que requería hacerse cargo. Para ganar, había que perder un poco, nos decía Casablanca, no solo como película, sino como alegato político y bélico, e incluso romántico. Desde ahí, se convertía en un sentido elogio de la pérdida, de lo que elegimos sacrificar –y también soltar- para ganar otras cosas: desde el amor y la gratitud eternos, hasta el honor y la consciencia de estar haciendo lo correcto, pasando por una bella amistad. Película que sabía administrar momentos inolvidables y retroalimentarlos entre sí en función de una trama perfectamente calibrada, Casablanca era un ejemplo de cómo librar la guerra por los mejores medios posibles, esos que surgían desde lo afectivo, desde la camaradería, el romanticismo a pleno y, finalmente, ese difícil ejercicio de virtuosismo llamado desapego.


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