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Maléfica: dueña del mal

Título original: Maleficent: Mistress of Evil
Origen: EE.UU. / Reino Unido
Dirección: Joachim Rønning
Guión: Micah Fitzerman-Blue, Noah Harpster, Linda Woolverton
Intérpretes: Angelina Jolie, Elle Fanning, Harris Dickinson, Michelle Pfeiffer, Sam Riley, Chiwetel Ejiofor, Ed Skrein, Robert Lindsay, David Gyasi, Jenn Murray, Juno Temple, Lesley Manville, Imelda Staunton, Judith Shekoni, Miyavi, Kae Alexander, Warwick Davis
Fotografía: Julio Macat
Montaje: Joseph Krings
Música: Mychael Danna
Duración: 118 minutos
Año: 2019


4 puntos


SECUELAS DE LO IRREAL

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

El gran problema de Maléfica no era tanto su intención de establecer una reescritura de la villana de La bella durmiente, convirtiéndola más en un personaje maldito que en uno deliberadamente malvado, como la forma en que lo llevaba a cabo: con giros abruptos y arbitrarios, que llevaban a la protagonista a ser apenas un instrumento del guión, una suma de gestualidades superficiales en función del carisma –escaso por cierto- que aportaba Angelina Jolie. Era una película que arrancaba con un imaginario completo al cual se dedicaba a vaciarlo hasta convertirlo en una mera cáscara, continuando ese proceso que ya se venía insinuando en Alicia en el País de las Maravillas y que ya se ve consolidado en reversiones recientes de famosos relatos de Disney, como El rey león. De ahí que fuera válido preguntarse por el sentido de realizar una continuación para una estructura narrativa que ya se había saboteado a sí misma en la primera parte.

Lo cierto es que Maléfica: dueña del mal está muy lejos de responder a ese interrogante, por más que se esfuerce bastante por plantear nuevos conflictos y obstáculos. Ahí tenemos a Aurora (Elle Fanning), la ahijada de Maléfica, decidiendo casarse con Philip, el Príncipe del reino cercano, lo cual crea tensiones por varias vías: si su madrina se muestra cuando menos escéptica, la madre de Philip, la Reina Ingrith (Michelle Pfeiffer), tiene sus propios planes, que involucran unos cuantos engaños y manipulaciones. A eso se irá sumando la irrupción de una nueva galería de personajes emparentados con Maléfica y que pretende ir delineando un enfrentamiento entre dos mundos aparentemente opuestos: el de los humanos y el de las criaturas mágicas y mitológicas. Claro que esa interacción entre los cruces familiares/personales/íntimos y la lectura seudo social que se quiere ir hilvanando tarda bastante en establecerse, con unos primeros minutos entre indecisos e incómodos.

Cuando el film consigue dejar en claro las fuerzas en oposición, el relato cobra algo de dinamismo, lo cual no implica vitalidad, energía y menos aún empatía. En Maléfica: dueña del mal no hay una verdadera conflictividad, tampoco un crecimiento o aprendizaje con el que el espectador pueda identificarse. A lo que se asiste es a una mera acumulación de datos que rara vez pasan de lo técnico: el director Joachim Rønning solo se dedica a filmar el guión y jamás intenta darle un diseño mínimamente personal a lo que cuenta, como si estuviera llevando a cabo un mero trámite administrativo. Por eso en la película pasan cosas, pero nunca le pasan realmente a los personajes y menos aún al espectador.

A lo sumo, Maléfica: dueña del mal procura utilizar al personaje de Pfeiffer para reflexionar un poco sobre la materialidad de los cuentos, la forma en que interviene la oralidad para crear esos conjuntos de sentidos que son los mitos y leyendas. Pero no pasa de un esbozo reflexivo, un par de líneas de diálogos que explican brevemente el accionar de una antagonista e insinúan un film que nunca llega realmente a concretarse. Lo que pareciera importar más es el desfile de efectos especiales, las toneladas de maquillaje y bellos vestuarios, como si el film solo estuviera interesado en una espectacularidad audiovisual que, de tan vacua, termina aburriendo.

En verdad no hay nada real en Maléfica: dueña del mal. Cuando hablamos de “real”, no es en términos de realismo, porque sabemos que estamos ante un cuento de hadas situado en un universo que no existe más allá del campo puramente narrativo. A lo que nos referimos es a esa humanidad de los personajes que llevan a que los sintamos como reales porque sus conflictos no interpelan mínimamente. Acá no hay nada de eso, solo otra cáscara sin nada adentro, que confirma parte de esos prejuicios que pintan a Disney como una máquina impersonal solo interesada en generar nuevas formas de contar billetes.

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