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No habrá más penas ni olvido (1983)



EL MANUAL DE CONDUCTA DEL PERONISMO

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

La semana pasada, falleció Héctor Bidonde, uno de esos rostros que permiten pensar buena parte del recorrido de la cultura argentina de los últimos cincuenta años. No solo en el cine, sino también en el teatro, la televisión y hasta la política, desde su militancia en la política, particularmente en las vertientes de izquierda. Convengamos, eso sí, que en el territorio cinematográfico tuvo más que nada papeles de reparto y por eso, quizás, la película más recordada de su filmografía es No habrá más penas ni olvido, adaptación del libro de Osvaldo Soriano, dirigida por Héctor Olivera.

Tengo el recuerdo, bastante borroso por cierto, de haber visto No habrá más penas ni olvido a mitad de los noventa, casi de casualidad, durante una emisión televisiva. Sin haber entendido demasiado, me quedaron en la memoria un puñado de imágenes impactantes, donde la violencia adquiría ribetes casi insólitos, hasta poseer incluso nombre y apellido. En particular, me quedó impresa una de las secuencias finales, donde el personaje de un joven Norberto Díaz ejecutaba de un escopetazo al aviador encarnado por Ulises Dumont, tras haber dicho ambos “¡Viva Perón!”. Era una escena que parecía desafiar cualquier clase de verosímil -más aún para alguien que recién estaba entrando en la adolescencia y no tenía mucha idea de lo que había sucedido en los setenta-, pero que, en el mundo entre satírico y realista que presentaba el relato, tenía perfecta lógica. Era casi un resumen perfecto de lo que había sido el manual de conducta del peronismo en la mitad de esa década.

Lo cierto es que, cuando se revé el film de Olivera, queda en evidencia que es, esencialmente, una sumatoria de imágenes y situaciones con vocación de impacto. Más que un conflicto, lo que hay es una vocación por acumular actitudes, gestos, símbolos y frases que sean fácilmente identificables con lo que había sido el nefasto tercer ciclo de gobierno del peronismo, ese de Ezeiza, Montoneros, la Triple A, López Rega e Isabel, entre otros hitos. Ese que había naturalizado tanto su dominación del espectro de la discusión política que el único enemigo lo había terminado encontrando dentro suyo, con el sangriento enfrentamiento entre las facciones de izquierda y derecha. Por eso es que, quizás, el explosivo choque que se genera en la ciudad ficticia de Colonia Vela es más una excusa discursiva que una verdadera narración con personajes complejos y/o ambiguos.

Sí, es cierto que tenemos todo un juego de intrigas, con un dirigente peronista local, Suprino (Bidonde), que planea junto al intendente (Lautaro Murúa) y un líder sindical (Víctor Laplace) echar a Ignacio Fuentes (Federico Luppi), el delegado municipal, con la excusa de que tiene infiltrados a gente de izquierda. Es la resistencia de Fuentes y su audacia para reclutar cualquier clase de sujetos para que lo respalden, la que lleva a que todo decante rápidamente en un enfrentamiento armado. La película, para desplegar a sus personajes y su premisa, se toma apenas unos minutos y ya enseguida estamos inmersos en una batalla donde nadie quiere ceder y las balas vuelan a diestra y siniestra. Eso, que en parte es un mérito -hay una economía de recursos narrativos que va a contramano de gran parte del cine argentino de ese momento y las décadas posteriores-, también es un defecto, porque el relato no parece interesado en profundizar en las motivaciones o construcciones ideológicas de los protagonistas, sino en decir cosas sobre el peronismo y la violencia política en general, incluso bordeando lo cruel para con el espectador. Ahí tenemos, por caso, la escena de la tortura a Fuentes, con algunos planos innecesarios, que anticipaban lo que sería el regodeo en la brutalidad de La noche de los lápices (1986).

No deja de llamar la atención también que, a pesar de ser un film donde pasa de todo a gran velocidad y casi en permanente movimiento, hay en sus diálogos una subrayado casi teatral, producto en buena medida de un guión (coescrito por Olivera junto al dramaturgo Roberto Cossa) que no buscaba dejar nada librado a la interpretación. En No habrá más penas ni olvido no hay lugar a sutilezas, lo cual, al igual que su diseño de personajes y puesta en escena, le juega tanto a favor como en contra. De ahí que, quizás, su gran valor esté en el hecho de ser una de las pocas películas del cine argentino que se ha atrevido a hablar sobre el peronismo sin vueltas, casi sin piedad -aunque se perciba una simpatía bastante ingenua con el bando de izquierda- y con nombre y apellido.


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