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Indiana Jones y el templo de la perdición (1984)



INDY PERDIDO ENTRE LOS CAMBIOS DE TONO

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

La saga de Indiana Jones ha estado, en las últimas décadas, sometida a unos cuantos malentendidos. El más reciente es el diagnóstico de que Indiana Jones y el dial del destino es una entrega final sólida y a la vez inocua, cuando en realidad es un relato que funciona como despedida no solo a un personaje, sino también a una forma de pensar y abordar la aventura. Antes tuvimos la recepción negativa frente al lanzamiento de Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal, fundada en cuestionamientos bastante tontos, como la supuesta inverosimilitud de la secuencia de la explosión atómica y cómo el protagonista se salva metiéndose en una heladera, o la digitalización en ciertas secuencias de acción que igual estaban estupendamente filmadas. Mucha gente se olvidó -quizás por el paso de los años- que la saga había arrancado con una roca gigante persiguiendo a Indiana o que los dinosaurios que Spielberg nos había mostrado en Jurassic Park eran digitales.

Sin embargo, el olvido/malentendido más relevante -y que en buena medida explicó las expectativas desmedidas para cuando llegó la cuarta parte- ha sido cómo buena parte de su público recuerda la trilogía inicial como si hubiera tenido un nivel uniforme, cuando claramente no es así. Si Los cazadores del arca perdida es una gran película de aventuras, que conseguía reflexionar sobre el género en que se inscribía a partir del movimiento, e Indiana Jones y la última cruzada era directamente una obra maestra que construía una iconicidad propia, en el medio hubo una segunda entrega no del todo lograda. De hecho, no está mal señalar que Indiana Jones y el templo de la perdición, aún con sus numerosos méritos, es inferior a El Reino de la Calavera de la Cristal, que tuvo la mala suerte de venir después de la excelencia de su predecesora.

Es que lo cierto es que esta secuela, que es en realidad una precuela (transcurre en 1935, un año antes de Los cazadores del arca perdida), termina comportándose como una especie de borrador de lo que debe ser una película de Indiana Jones. Hay, sí, indudablemente, una ambición formal mucho mayor, que también se traslada a lo narrativo, genérico y temático, como si Spielberg procurara experimentar con las posibilidades del mundo de Indiana, pero con resultados desparejos. Indiana Jones y el templo de la perdición es varios films a la vez, que solo en algunos pasajes logran convivir y complementarse adecuadamente.

Por un lado, el relato busca repetir y profundizar su sesgo aventurero previo, y es donde mejor le va, en especial cuando apuesta al movimiento, con algunas secuencias notables, como la del arranque, que juega con la información y las implicancias de algunos objetos, o la de los carritos en la mina, que es pura tensión y vigor, además de una demostración cabal de cómo filmar una persecución en espacios reducidos. Por otro, quiere ser también una comedia que utiliza elementos románticos, físicos y de trabajo grupal, pero ni la cantante Willie (Kate Capshaw) ni el niño Short Round (Ke Huy Quan en su debut en el cine) son contrapartes adecuadas para Indiana, básicamente porque ninguno es un personaje atractivo y hasta tienen unos cuantos momentos insoportables. Y, durante un tramo importante, quiere coquetear con el horror sobrenatural y sangriento, pero le cuesta superar una exposición algo estática y, en una secuencia en particular (la del sacrificio humano), cae en lo excesivamente sanguinario.

A pesar de estos defectos, y de ciertas lagunas narrativas, que llevan a que luzca un tanto estirada, Indiana Jones y el templo de la perdición se sostiene todavía hoy como un entretenimiento muy sólido, que también indicaba los riesgos que estaban dispuestos a tomar no solo Spielberg como director, sino también George Lucas como creador conceptual. Y que ambos tenían en ese momento un piso creativo realmente envidiable, fomentado además por una industria hollywoodense que dosis de violencia de todo tipo que hoy no serían admitidas de ninguna forma. Eran, indudablemente, otros tiempos, otras generaciones, otro “entretenimiento familiar”. Difícil recuperar esa permisividad en esta coyuntura dominada por la “generación de cristal”.


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