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El ciudadano (1941)



MITOS A LA ENÉSIMA POTENCIA

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Por diciembre del año pasado, llegó a Netflix Mank, donde David Fincher abordaba la cuestión de quién fue realmente el autor de El ciudadano. El film, el más nominado -aunque no el favorito- de cara a la próxima entrega de los Oscars, tomaba claramente partido por la teoría de Pauline Kael respecto a que el verdadero autor no era el director Orson Welles, sino el guionista Herman J. Mankiewicz. Es decir, ponía en duda una historia con un consenso bastante sólido, recurriendo a un mito -que es una forma retorcida de la verdad a partir de su cruce con la mentira o la exageración- puesto en igualdad de condiciones. Y justo sobre una película que es un mito en sí misma, pero que también se ha ocupó de repensar los mitos y sus disputas con discursos equivalentes.

Esa mitología eterna que es El ciudadano se construyó a partir de las ideas de alguien como Welles, que siempre fue un artista dedicado a construir, deconstruir y destruir mitos. Si ya se había posicionado a sí mismo en un rol cuasi mitológico a partir de su popularidad en un ámbito como la radio, supo entender que el cine era el territorio para llevar esa apuesta a nuevos niveles. Y nada mejor que comenzar por un biopic disfrazado de ficción sobre William Randolph Hearst, un poderoso empresario de medios de comunicación, que no son otra cosa que grandes instrumentos para crear o demoler mitos. ¿Es Kane un Hearst no oficial? En parte sí, en parte no, y ahí está Welles poniéndole el cuerpo para confundirnos, para darnos una respuesta incompleta, o para provocarnos a que nosotros terminemos de completar los puntos suspensivos.

¿Hasta qué punto todo lo que se cuenta es invención pura del guión? Tampoco lo sabemos, y eso es fruto de la puesta en escena de Welles, que está constantemente planteando el enigma sobre la verdad o mentira de lo que muestran las imágenes. Y a la vez, pidiéndole al espectador que seleccione qué es lo que quiere saber, a qué le atribuye mayor importancia, con cuál evento se queda de los muchos que se despliegan en la pantalla. En El ciudadano nunca hay una sola superficie: siempre hay muchas capas de significado, elementos que se amontonan, peleando por la atención de quien observa. Eso es lo que permite que el film sea un vehículo para toda clase de temas: el poder, los medios de comunicación, la política, la infancia, el matrimonio, la vejez, el mismo cine. A todos esos tópicos, Welles los observa desde sus parámetros institucionales, como mitos autoconstruidos y constructores.

Lo llamativo es que El ciudadano, a pesar de ser una película que observa todo -los protagonistas, los temas, la narración- con una lupa destinada a sacudir y poner en crisis lo que enfoca, nunca resigna lo humano. Podrá cuestionar, a partir de los múltiples puntos de vista de otros personajes, a ese ser mitológico, destructivo y autodestructivo que es Charles Foster Kane, pero no lo destruye a partir del cinismo y el distanciamiento vacuo. Es más, su dispositivo narrativo está en función de reconstruirlo, de entenderlo, y también de hacerse cargo de que esa misión es imposible, porque por más que se acumulen las versiones, la totalidad es inalcanzable. Como el mito de Ícaro, que pereció a partir de su ambición de alcanzar el sol, la historia de Kane es tan trágica como épica en su búsqueda por tenerlo todo, que lo condena finalmente a la soledad absoluta. El film no lo juzga, es más, se permite plegarse a ese vacío personal, llegando incluso a un angustioso intimismo.

Welles tuvo la lucidez y la sensibilidad para entender la tragedia de Kane (¿y también la de Hearst?) y trasladarla a la propia materialidad de la película. En El ciudadano queda patente el por qué de la vigencia y hasta la necesidad de los mitos, que suelen funcionar como un complemento de eso que no se sabe, un remedio temporal frente a la falta de certezas. Lo que no sabemos, lo inventamos o reversionamos en base a fragmentos, especulaciones y unas pocas certezas. Desde ahí, armamos relatos que nunca son totalmente fieles a la realidad, pero que igual la interpelan, la cuestionan y la ponen en crisis. Al fin y el cabo, de eso se trata el cine, de construir historias que, aún a la distancia, nos interpelan. Antes de que John Ford nos dijera que la leyenda se tenía que imprimir, que Godard decretara la muerte del cine y que Fincher quisiera reconfigurar los componentes mitológicos, Welles nos decía que las leyendas pueden imprimirse en nuestros ojos; que el cine sigue vivo en nuestras experiencias y memorias; y que el mito crece cuanto más se lo quiera poner en crisis.

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