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Django sin cadenas (2012)


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Esclavos del ritmo

Por Henry Drae

(@henrydrae)

El primer western de Quentin Tarantino tiene como curiosidad que hasta el momento (incluyendo la reciente Los 8 más odiados) es su película más convencional. Esto no significa que resulte sólo una más del género que más cautiva al director, sino que dentro de su filmografía es la que presenta mayor linealidad en la narrativa y que contiene escenas de duración promedio, sin que intente desconcertar con diálogos extensísimos que pongan a prueba la resistencia o fidelidad del espectador.

Django sin cadenas cuenta la historia del personaje del nombre del título, un esclavo que es rescatado de sus dueños por un alemán cazarrecompensas (presentándose como odontólogo) que a merced de su propia nobleza le propone emprender otra cruzada para salvar a su mujer también esclavizada. Mientras tanto, y sin apartarse del objetivo, le ofrece trabajar junto a él atrapando a prófugos de la justicia por los que se otorgue recompensa, vivos o muertos. Un alemán que trata a un negro como a un igual en la época de más disparidad racial en la historia de Estados Unidos es la forma que tiene la película de plantear de manera explícita hacia dónde apunta con su mensaje. Claro que es sólo el comienzo.

El gancho de la historia para los amantes del spaghetti western es la fuente de inspiración que va desde el título y hasta la presentación, en la obra homónima de Sergio Corbucci de 1966, protagonizada por Franco Nero, que aquí tiene un cameo homenaje dando cierre a tal coincidencia, ya que no se trata de una remake ni secuela de aquel aunque conserve del género los planos cerrados sobre la mirada de sus personajes, sus cabalgatas, su música incidental que por momentos intenta competir con las imágenes y todo eso sin que el director pretenda ceder identidad.

Y es allí donde comienzan esos detalles que a veces se hacen adorables como los toques de humor (increíble la escena del Ku-Klux-Klan con la discusión sobre las máscaras) y otros momentos de diálogos tan absurdos como imaginables en situaciones reales, sellos de Tarantino a quien se agradece que no se exceda, ya que a diferencia del resto de sus películas, cada palabra dicha tiene su peso y no se vale de la banalidad para darle autenticidad a las situaciones. Pero también hay una violencia excesiva y sangre que corre al estilo Kill Bill sin que se justifique más que para deslumbrar con crudeza visual, así como la música extradiegética en las escenas finales más apropiadas para acompañar cualquier film de la saga Rápidos y furiosos que para el tiroteo de cualquier western.

También hay que decir que el exceso de metraje es algo que aquí comienza a evidenciarse como el mal que ataca al director -al igual que a algunos de sus pares-, y los hace terminar presentando 165 minutos de una historia que cabe en 100. Y en este caso puntual no es que aburran pero tampoco aportan demasiado al relato. Se pasan bien y hasta se disfrutan en parte gracias a la intensidad dramática que muestran Jamie Foxx y Kerry Washington. Mucho de lo que sucede, por ridículo y exagerado que parezca, tiene su sostén en esas actuaciones que recuerdan a lo que solía hacer John Woo con sus más recordadas películas de acción.

Pero el objetivo mayor de Tarantino, el cual no disimula ni ensaya con sutileza, es el de marcar la violencia racial que tan arraigada estaba en aquellos tiempos: Django (en su personificación impostora) es el negro que monta a caballo, que viste de manera insolente y va armado, que se atreve a hablar cuando no se le indica, que comparte una mesa con blancos y que trata peor al resto de los negros que los otros blancos. Por eso funciona tan bien el contrapunto con el personaje de Samuel Jackson, que sin pretender engañar a nadie es el negro traidor a su raza por excelencia y quien más daño le causa a ese sistema de esclavitud al constituir una suerte de enemigo interno.

En definitiva, Django sin cadenas permite disfrutar de un Tarantino todavía respetuoso (y no ominoso ni ególatra como en la flamante Los 8 más odiados) de un género que le fascina y al que, como al resto de sus películas, personaliza trayendo desde canciones hasta planos enteros de las realizaciones que alimentaron su cinefilia y lo convirtieron en el narrador que es.

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