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MAR DEL PLATA 2014 – Jorge Sala: “intento pensar al cine como se piensa al fútbol”

Por Rodrigo Seijas

(@fancinemamdq)

jorge_sala_El Festival Internacional de Cine de Mar del Plata organizó la tercera edición del Concurso Internacional de Estudios Críticos sobre Cine Argentino: Domingo Di Núbila. El Primer Premio fue para Jorge Sala, licenciado en Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, por su ensayo Tentativas sobre el actor en el cine moderno argentino (1957-1976). FANCINEMA conversó con él respecto al proceso y las características de su trabajo, además de su visión sobre varios temas centrales en la discusión, la investigación y el análisis del cine argentino.

-¿Cómo fuiste elaborando el nudo central de tu argumentación en el ensayo? ¿Es una idea que venías desarrollando previamente o surgió para esta ocasión en particular?
El estudio de los actores del cine de los sesenta forma parte (una parte importante) de la tesis que estoy elaborando para obtener mi Doctorado en Artes en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. En ella trabajo las relaciones entre el cine y el teatro argentino moderno de esos años; una de las cosas que tomo en consideración es el modo en que tanto las técnicas de actuación que se consolidan en esa época -Stanislavsky, Strasberg, Grotowski, las formas vinculadas al happening y la performance, etcétera- como el surgimiento de un conjunto de figuras nuevas tuvieron una incidencia fundamental en el desarrollo de la modernidad cinematográfica. Hace rato que venía pensando e investigando a los actores pero todavía no me había a lanzado a escribir algo sistemático, quizás porque me parecía uno de los temas más difíciles de abordar, sobre todo porque hay muy pocos antecedentes. En general la gente que se dedica a la historia del cine ha ignorado bastante la labor actoral (las estrellas del cine clásico un poco menos que las que yo trabajo en mi ensayo, de las que prácticamente no se ha dicho casi nada). La carencia de una tradición de pensamientos sobre esta cuestión me llevó a preguntarme algo muy tonto pero que para mí resultó eficaz: ¿por qué no hablar de los actores siendo que la gran mayoría de las personas -me refiero a aquellas no especializadas- tienen mucho más claro quién es o quién fue Graciela Borges, Brandoni, Alterio, Elsa Daniel y tantos otros y quizás no tengan ni la más remota idea de quiénes fueron Rodolfo Kuhn o Manuel Antín? En función de esto me puse a hacer un rastreo de fuentes bastante exhaustivo y rápidamente me di cuenta que las cosas más interesantes que se decían estaban no en las críticas de diarios o de las revistas especializadas (enfocadas, estas últimas, en los directores), sino en las revistas ilustradas de divulgación, tipo Siete días o Radiolandia. En ellas me encontré con la verdadera voz de los actores reflexionando sobre sí mismos y su oficio y también pude ver cómo se los construía como figuras públicas.
Puede sonar raro, pero en algún sentido intento pensar al cine como se piensa al futbol: si creyéramos que los únicos nombres importantes o dignos de tener en cuenta son los de Menotti, Bilardo o Sabella y no prestáramos atención al lugar fundamental que ocuparon (y ocupan en el imaginario) tipos como Kempes, Alonso, Maradona o Messi, nos perderíamos prácticamente de todo, fundamentalmente del goce que produce mirar un partido, muy similar al que nos genera ver a los actores y actrices que “transpiraron la camiseta” en las películas.

-¿Cuál es tu tesis respecto al vínculo que se entabla entre diversas técnicas interpretativas provenientes del teatro con el cine argentino en el período 1957-1976?
Creo que la relación entre el teatro y el cine de esos años es innegable y tuvo mucho que ver con lo que llamo una voluntad de legitimidad horizontal por parte de los miembros de ambos grupos. Mientras en el cine clásico es más frecuente ver que este medio tomara elementos de tradiciones precedentes ya consolidadas (las teatrales, entre ellas), en los sesenta tenemos dos campos artísticos modernizándose en paralelo. Esto hace que los límites sean más lábiles y, por ende, los contactos más fluidos. Por una cuestión que sigue en la actualidad, para los actores la legitimidad siempre estuvo asociada a trabajar en teatro o a haberse formado dentro de este marco (pensemos que en esa época “el” ámbito de formación -el Conservatorio- impartía técnicas teatrales exclusivamente). Esto hace que muchas figuras surgidas en el período y que no pasaron por esas instancias -Elsa Daniel o Alberto Argibay y varios más- piensen, sin embargo, que el teatro es el verdadero lugar de expresión del actor. Ahora bien, lo notable aquí es que cuando hablás con la gente que sistematizó a Stanislavsky en Argentina, Fernandes o Alezzo por ejemplo, te dicen que ellos lo que pretendían con esta búsqueda era hacer en teatro lo que James Dean o Marlon Brando estaban haciendo en cine.
Si para la primera parte de los sesenta hay un afianzamiento de las técnicas realistas, para la segunda mitad avanzan otras formas que me interesan particularmente y que tienen que ver con la enorme productividad que tuvieron el Di Tella y otros espacios como el Centro de Arte Moderno en la escena local. Estamos también en un contexto donde el onganiato no permitía hacerse el testimonial tan alegremente y se buscaron, desde la actuación, formas experimentales, algunas ligadas a recuperar cierta tradición de los cómicos físicos (como es el caso de Norman Briski) y otras más radicales, como los actores de The Players Vs. Angeles Caídos o Tiro de gracia, casi todos performers del Di Tella o bien habitués de “la manzana loca”.

-¿Por qué hablás de “una larga década de los sesenta” y la enmarcás entre 1957 y 1976?
Porque intento pensar a los procesos culturales de manera dinámica. Entiendo que esos años están caracterizados por una voluntad de modernización que tiene distintos momentos dentro de un programa común en el que la transformación “parricida” del pasado es el imperativo: una primera de avance y búsqueda de legitimación que se inicia con La casa del ángel, de Torre Nilsson y con la sanción de la Ley de cine (ambas de 1957, de ahí el inicio) y que se extiende hasta mediados de los sesenta; un segundo momento de radicalización estética y política que llega hasta los episodios de 1968/69; y una última etapa en la que algunas tendencias son legitimadas (como el realismo en películas como Tute cabrero o La tregua) en tanto otras son marginadas pero siguen operando (el cine militante, el underground).
Para el caso específico de los actores, estos años también operan en un sentido similar: los primeros producen la instalación del realismo (no sólo en el teatro y el cine sino también en la televisión, que va a tener un fuerte impacto); la segunda parte será el reinado de formas que trascienden la ortodoxia stanislavskiana (con películas notables en este sentido como La fiaca o Invasión); y un tercer momento que empieza a mostrar el declive de la modernización a partir de las persecuciones de la Triple A, algo que el golpe terminará de dinamitar al provocar una diáspora de los artistas que son forzados a exiliarse.

-¿Ves algún vínculo entre ese cine argentino modernizador de finales de los cincuenta y el que comenzó a mitad de los noventa? ¿Y qué diferencias?
Creo que ha corrido mucha tinta sobre el tema, por lo menos desde la publicación del libro 60/90 Generaciones compilado por Fernando Martín Peña en adelante. Sin embargo, cada vez me convenzo más de que son muchas más las diferencias que las similitudes que existen entre ambos momentos. Me parece que a los noventa les faltó algo que para los años que estudio fue esencial: un campo intelectual efervescente y dispuesto al diálogo y la pelea, unas referencias comunes -Bergman, Antonioni, Godard y la Nouvelle Vague, Sartre y muchísimos otros-, una politización creciente y radical. Quizás me equivoque, pero me parece que en la actualidad no hubo un periplo como el de Rodolfo Kuhn, que comienza filmando las crisis existencialistas de los jóvenes pequeño burgueses y termina haciendo un corto militante dentro del proyecto colectivo Argentina, Mayo del 69: Los caminos de la liberación; o el de Briski, que empieza montando pantomimas en el Di Tella y termina con una agrupación de teatro militante armando obras en las villas. Me parece, sí, que ambas etapas se caracterizaron por establecer una ruptura polémica con el pasado inmediato, pero eso solo no alcanza ni mucho menos para homologar ambos procesos como se quiso hacer muchas veces.

jorge_sala-¿Cuál es tu balance de lo que fue esa generación del cine argentino que abordás en tu ensayo? ¿Cuáles fueron sus aportes y cuáles sus carencias?
La generación que analizo aportó principalmente su necesidad de hablar del presente, de la gente común, de “expresar el contorno” como ellos decían. La posibilidad de salir a las calles, mostrar la ciudad, las villas, hablar de vos y no de tu y proponer un cine en el que la belleza no fuera una condición per se para construir estrellas. Por otro lado, me parece que una de las carencias principales tuvo que ver con cierta negación obtusa del pasado, sobre todo porque esto implicó la subestimación y la denigración de las tradiciones populares de nuestro país. Corrió mucha agua bajo el puente hasta que a Rodolfo Kuhn se le ocurriera pensar que el verdadero autor cinematográfico moderno era Armando Bó y no sus contemporáneos, o que apareciera un Leonardo Favio recuperando el radioteatro o el circo, o que Brandoni fuera celebrado por actuar más parecido a Sandrini que a Alcón.
El principal problema de la consolidación de Stanislavsky-Strasberg fue que sus difusores creyeron que esa era la única forma legítima de actuación, hablando de “el método”, como si se tratase del único posible. Más aún teniendo en cuenta que eso arremetía contra nuestras raíces culturales, que van por otro lado. El resultado de eso fue la caída en un nuevo cliché, sintetizado en la frase vociferada por Federico Luppi en Plata dulce, “¡¡¡Arteche y la puta madre que te parió!!!” o en la clonación televisiva al infinito que se hizo de Historias de jóvenes y Cosa juzgada en ciclos como Nosotros y los miedos, Atreverse, Mujeres asesinas y tantos otros.

-Siendo Licenciado en Artes de la UBA, ¿Qué rol te parece que tiene o debe tener la carrera respecto al panorama de discusiones, reflexiones y debates sobre el cine argentino, latinoamericano y mundial?
Creo que va siendo hora de que los egresados de Artes -hablo específicamente de la gente ligada al cine, dado que los de Artes visuales han avanzado más sobre ese terreno- empecemos a tener un lugar más fuerte en los campos de difusión y transferencia. Los festivales de cine, por ejemplo, todavía son dominados por los críticos -especializados o de medios masivos, lo mismo da- y no por gente salida de la universidad. Algo se logró en la época en que Claudio España estuvo al frente del Festival de Mar del Plata -recuerdo que Ana Amado y Gonzalo Aguilar estuvieron como programadores- o en el BAFICI durante la gestión de Peña, pero sería bueno que ocupáramos (o copáramos) esos espacios fundamentales. Me parece necesario, también, fortalecer los ámbitos de reflexión específica, desde los congresos a las publicaciones más pequeñas y, ante todo, reivindicar nuestro lugar como gente que piensa el cine. Truffaut decía “todo el mundo tiene dos profesiones: la suya propia y la de crítico de cine”. Es inconcebible, entonces, que la gente de Artes, es decir aquellos que se supone estamos formados en esto, no salgamos a pelear esos lugares, dado que es demasiado fácil que otros los ocupen.

-¿Cómo ves el panorama del cine argentino en la actualidad?
Es una pregunta complicada… Me parece que hace rato hay síntomas de agotamiento producto de una política cultural que ha apostado más a la magnitud de los números que a la calidad de lo que se genera. Hay demasiado cine argentino que nadie ve, que a nadie le interesa y me parece que fue diluyéndose cierta expectativa que había alrededor de lo que fueran a proponer los nombres de la nueva generación (Trapero, Caetano, Lerman, etc.). Lo más novedoso quedó marginalizado al BAFICI o el MALBA (como es el caso de las películas de Matías Piñeiro, Iván Fund o Alejo Moguillansky) perdiendo un contacto con el público más amplio. No quiero decir que esto esté mal, pero me da la impresión de que últimamente hay varias películas que se hicieron solamente para circular por esos ámbitos y que se transforman en la comidilla que dura lo que dura un festival. Noto en general una carencia de pensamientos sobre la puesta en escena y si estos están se tornan muchas veces crípticos o autocomplacientes. Todo esto para decir que en verdad lo que me pasa es que extraño mucho a Lucrecia Martel.

-¿Qué significa para vos el Festival de Cine de Mar del Plata como evento? ¿Qué impacto tiene para tu trayectoria el haber escrito uno de los ensayos ganadores del Concurso Di Núbila?
Frente a unas pantallas copadas por los tanques, un festival como el de Mar del Plata se convierte en un acto de resistencia que permite difundir, ver y discutir, aunque sea por unos pocos días, películas que no tienen otra llegada al público. Mar del Plata nos brinda la posibilidad de acceder a cinematografías tan cercanas y a la vez distantes como la chilena, brasileña, peruana, ni qué hablar de Europa o Asia. Es digno de celebrar la voluntad de sus programadores de mostrar, por ejemplo, la filmografía de un director tan importante como Francisco Lombardi, del cual se conoce muy poco de su obra, más aún cuando la corrección política imperante hace que todo el mundo se llene la boca hablando de la “hermandad latinoamericana”.
En lo personal, el premio significa mucho. Implica la posibilidad de que me lean más allá del circuito restringido de los papers y las publicaciones académicas. Creo que a todos los que nos dedicamos a la investigación profesionalmente nos interesa que nos conozcan personas que se mueven por fuera de los límites de la facultad o el CONICET.

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