
UN POCO DE HONESTIDAD ENTRE LOS GRITOS
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Se fue Antonio Gasalla y, con él, posiblemente, una era de la comedia argentina. Una con muchos desniveles, pero productivo, y con sus excesos, para bien y para mal: desde su incorrección política en lo primero -su parodia a lo estatal se mantiene actual, pero sería difícil asimilarla para muchos sectores que idealizan y dependen del Estado- al griterío en lo segundo. Lo mejor y más interesante de su carrera estuvo sin duda en el teatro y la televisión, aunque en el cine, con Esperando la carroza, es donde tuvo una de sus actuaciones más emblemáticas y recordadas, en una película quizás demasiado representativa de su tiempo.
Debo decir que nunca fui precisamente un fan de Esperando la carroza, un film que, desde lo formal e incluso lo discursivo, ya nació viejo. En buena medida por su origen teatral y específicamente la tradición en la que se inscribe: el grotesco criollo supo tener diversas encarnaciones/actualizaciones a lo largo del tiempo, pero ya en los setenta estaba un poco agotado estéticamente, dando los coletazos finales y siendo reemplazado, o más bien superado, por otras corrientes. Sin embargo, es, efectivamente, una tradición, en el sentido de que todavía conserva un público -que abarca desde espectadores a artistas- que se identifica con sus tonos y atmósferas. Lo cual no significa que todo su andamiaje no se sienta forzado, remarcado, altisonante, y más aún cuando se traslada al dispositivo cinematográfico. Particularmente desde las actuaciones, que suelen ir por encima de lo necesario, tapando toda posible sutileza. En el film de Alejandro Doria eso es particularmente notorio en las interpretaciones de Betiana Blum, China Zorrilla y hasta Luis Brandoni.
Pero lo cierto es que Esperando la carroza supo interpelar al clima de su época, a las sensaciones que atravesaban a los argentinos y cómo se veían a sí mismos a mitad de los ochenta, cuando todavía no había certezas sobre la permanencia de la democracia y el aire dictatorial no se terminaba de ir. Y logró permanecer en la memoria colectiva en gran medida porque esa opinión, esa autoestima, no ha cambiado mucho: los argentinos podremos exhibir un patriotismo ocasional, entre hipócrita e insoportable, como en los mundiales, pero a la hora de los bifes tenemos la peor autoestima posible, especialmente dentro de los que pertenecemos a la llamada, de forma un tanto generalista, “clase media”. Eso es muy palpable en la adaptación de la obra de Jacobo Langsner, donde todos los personajes transitan diversos niveles de miserabilidad y patetismo. La única que se salva es Mamá Cora, esa mujer degradada mentalmente, que es como una niña de la cual nadie se quiere hacer cargo y que es retratada como alguien inocente, sin culpa, o por lo menos sin noción de culpa.
Es precisamente a través de Mamá Cora que Gasalla encontraba un papel consagratorio, que jugaba con el artificio explícito hasta hacerlo asimilable para el espectador. Todos sabíamos que era un hombre el que interpretaba a esa anciana, pero no importaba, porque había un actor capaz de conectarnos con los límites de la representación. Gasalla entendía, a diferencia del resto del elenco de Esperando la carroza, que su personaje era nada más (y nada menos) que una metáfora. Por eso sus acciones erráticas, sin un hilo conductor específico, funcionaban como un frontón contra el cual chocaban el griterío y el trazo grueso que definían a sus familiares. Más allá de las frases o escenas que, de tan recordadas, ya están bastante gastadas, lo más interesante de Esperando la carroza estaba en esa humanidad, en esos momentos reales y honestos que encontraba Gasalla tras otra de sus máscaras.
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