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Ferrari

Título original: Ídem
Origen: EE.UU. / Reino Unido / Italia / China
Dirección: Michael Mann
Guión: Troy Kennedy Martin, basado en el libro de Brock Yates
Intérpretes: Adam Driver, Penélope Cruz, Shailene Woodley, Giuseppe Festinese, Derek Hill, Gabriel Leone, Michele Savoia, Giuseppe Bonifati, Valentina Bellè, Sarah Gadon, Jack O´Connell, Brett Smrz, Patrick Dempsey, Erik Haugen, Ben Collins
Fotografía: Erik Messerschmidt
Montaje: Pietro Scalia
Música: Daniel Pemberton
Duración: 130 minutos
Año: 2023


8 puntos


LAS VICTORIAS Y DERROTAS DEL PROFESIONALISMO

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Volvió Michael Mann, luego de casi diez años sin dirigir en el cine, en los que se dedicó a producir trabajos de otros (como Contra lo imposible), dirigir el piloto de la serie Tokyo Vice y escribir Heat 2, un libro que funciona como precuela y secuela a la vez de Fuego contra fuego. Pero también volvió como para confirmar que, desde Miami Vice en adelante, su cine se ha vuelto definitivamente críptico para la mayoría, a partir de la frialdad que transmiten la mayoría de sus personajes y una voluntad por quebrar expectativas. Ferrari continúa y quizás perpetúa ese camino, más si tenemos en cuenta que Mann ya tiene ochenta años y difícilmente vaya a cambiar. Tenemos entonces a un cineasta que nos vuelve a proponer un mecanismo de “tómelo o déjelo”, donde la experiencia del biopic es repensada de forma tal que puede ser fascinante o expulsiva, dependiendo de quien sea el espectador.

Debo admitir que a mí me sucedió mucho más lo primero que lo segundo. Quizás sea porque tengo un gran afecto y conexión con el cine de Mann, un realizador que suele comportarse como un jugador de toda la cancha -es alguien que no se limita a dirigir, sino que también interviene en los guiones, la edición, la fotografía y la producción con un nivel de detallismo que roza lo obsesivo- y que con sus películas ayudó a darle identidad al cine norteamericano entre los ochenta y principios del nuevo milenio. Y que siempre transmitió una gran pasión en su cine, aunque esa pasión se haya disfrazado de frialdad y distanciamiento. Hay, de hecho, un par de objeciones a Ferrari que no termino de entender. La primera es que la película tarda en arrancar, cuando ya prácticamente desde el primer minuto el conflicto queda bien establecido, en particular porque el relato elige quedarse con un momento muy puntual en la vida de Enzo Ferrari y delinea muy rápido los dilemas profesionales, éticos, económicos y personales que afronta. La segunda es que el film solo hace foco en las miserias del protagonista, cuando lo cierto es que muestra más bien sus contradicciones, vacilaciones y también coherencias en su comportamiento.

Todo se conecta en Ferrari, porque lo íntimo y lo laboral confluyen de manera inevitable. Ahí tenemos entonces ese 1957 donde la compañía de Enzo Ferrari (Adam Driver), que fundó junto a su mujer, Laura (Penélope Cruz), está al borde de la quiebra, asediada por un esquema de producción insostenible y una serie de derrotas deportivas que la han puesto bajo la lupa de la prensa. Y, como si fuera poco, con un matrimonio en crisis, donde Enzo y Laura no han podido superar la pérdida de su hijo, mientras Enzo oculta como puede una vida paralela con una amante, Lina Lardi (Shailene Woodley), con la que ha tenido otro hijo. Todo eso entramado se pone en juego, queda a la vista y debe ser resuelto -de manera no necesariamente satisfactoria- cuando Enzo decide hacer una apuesta a todo o nada en la icónica Mille Miglia, una carrera de mil millas a lo largo de Italia, de extrema peligrosidad.

Siempre Mann tuvo una visión amarga sobre el profesionalismo, donde el ser bueno en un trabajo siempre implica una vida personal tumultuosa o directamente imposible de sostener. Eso en Ferrari queda mucho más explícito, porque hay partes de la vida de ese ingeniero obsesivo y que solo ve la victoria como único resultado posible, que no pueden reconciliarse de una manera armoniosa. Hay un choque que es inevitable, pero que se da progresivamente, anticipándose incluso y donde ninguna de las partes va a quedar totalmente sana. Por eso es que estamos más cerca del drama familiar que del deportivo, y el ritmo pausado pone, con la excepción de los últimos treinta minutos, en un segundo plano, casi como un telón de fondo. No estamos frente a algo parecido a Contra lo imposible, que miraba al mundo de las carreras desde el lugar del piloto, de esa figura sacrificada y que pone el cuerpo directamente. En cambio, lo que vemos es algo más similar a El Padrino, a esa clase de relatos sobre el que comanda una especie de empresa familiar, el que toma decisiones que afecta a propios y ajenos.

Hablamos de El Padrino -y, casi por decantación, del cine de Luchino Visconti-también porque, aun con su frialdad, Mann consigue hacer un retrato preciso de la cultura italiana, captar algunos rasgos de sus códigos con un par de pinceladas que lo dicen todo. Especialmente en lo que refiere a los distintos roles que pueden jugar las mujeres en las vidas de los hombres, en cómo ayudan a definirlos, a rumbearlos, a sostenerlos, para bien o para mal. Enzo Ferrari no solo es interpelado por Laura y Lina -cada una, a su manera, le piden cosas que debería, pero no puede cumplir-, sino también por su madre, con quien tiene un par de intercambios tan tormentosos como graciosos. Todas ellas, cada una a su modo, actúan de manera consecuente con un universo competitivo y adictivo, donde se ambicionan triunfos que apenas si pueden compensar las pérdidas. Y eso se complementa con una noción de lo afectivo que coquetea con lo trágico, y por ende, con lo operístico, que acá vuelve a ser una plataforma más que apropiada para reflexionar sobre la pérdida, sobre los que ya no están y no volverán, sobre esos momentos o eventos que son irrecuperables.

El fracaso de Ferrari -otro más en la carrera de Mann, que hace rato perdió el favor del público- no deja de ser lógico: en tiempos donde se celebra la manipulación y el impacto fácil de películas como Barbie, un film como este, que se hace cargo de que no hay victoria fácil y que hay derrotas (deportivas, personales, morales) imposibles de esquivar, no parece tener mucha cabida. Igual, desde su coherencia y honestidad, y a pesar de su solemnidad, Ferrari no deja de ser una película feliz, cuyo estreno encima se complementa con el de otro film notable como es Los que se quedan. Ambas, cada una por diferentes caminos, nos dicen que hay cosas que no se pueden disfrazar con discursos altisonantes, porque lo que corresponde es hacerse cargo. Mann tuvo eso claro siempre. Por eso quizás a veces nos parezca frío y amargo, cuando solo es consistente con lo que narra y muestra.


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