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Dr. Insólito o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba (1964)



LA SÁTIRA POLÍTICA BUROCRATIZADA

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

El último jueves se estrenó Oppenheimer, donde Christopher Nolan confirmó -una vez más- su frialdad y cálculo excesivo en la puesta en escena, hasta el punto de convertir sus películas en experiencias audiovisuales donde la empatía con los personajes queda relegada a un lugar muy secundario. En el biopic sobre el famoso físico que lideró el Proyecto Manhattan, entre otras cuestiones, se busca retratar cómo la invención de la bomba atómica abrió el camino para un nuevo escenario geopolítico marcado por la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, con la amenaza nuclear como telón de fondo. Pero lo cierto es que la preocupación por este tópico viene de larga data, a tal punto que podríamos hablar de un subgénero “atómico”, que ha dado a lo largo de las décadas expresiones cinematográficas de todo tipo. Una de ellas es la sátira, que tuvo exponentes muy lúcidos, como la serie El superagente 86, y otros definitivamente sobrevalorados, como Dr. Insólito o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba, de Stanley Kubrick, posiblemente el gran inspirador de cineastas como Nolan.

Cuesta realmente entender cómo Dr. Insólito… trascendió tanto históricamente, a tal punto de convertirse en un referente de la comedia política a lo largo del tiempo, pero algo similar ha pasado con gran parte de la filmografía de Kubrick: una exaltación basada en la iconicidad de algunas imágenes y hallazgos puntuales antes que en lo que entregaban los relatos y sus protagonistas. Hay, indudablemente, una idea potente detrás de la premisa de la película, en la que un general extraviado mentalmente que, sin autorización, emite una orden para una serie de bombardeos que podrían conducir a una catástrofe nuclear, lo que lleva a una reunión en una sala de guerra, donde políticos y militares debaten cómo impedir el evento. La intención explícita era exponer la banalidad y autismo con los que se conducían autoridades con roles decisivos; las distorsiones en las cadenas de mando; y finalmente la locura inherente en ese mundo paranoico y siempre al borde de la autodestrucción. Pero, finalmente, lo que quedaban era un conjunto de ideas aisladas, que lucían estiradas excesivamente a pesar de un metraje que apenas si superaba la hora y media.

Quizás la gran dificultad que afrontaba Kubrick era su falta de un verdadero sentido del humor, algo que no cualquiera tiene: requiere de una sensibilidad particular, alimentada de aparentes contradicciones, en las que confluyen la crueldad con la sutileza, la crudeza con la ambigüedad y la vocación de decir lo correcto desde la incorrección. Y lo cierto es que el cine de Kubrick, casi siempre, fue lineal en su construcción, algo que disfrazaba a través del perfeccionismo técnico. Por eso en Dr. Insólito… termina dependiendo de la inventiva que traía Peter Sellers en su juego de improvisación constante, que, convengamos, tenía algunos momentos muy buenos: por ejemplo, cuando Strangelove, ese científico entre loco y cínico, se ve incapaz de ocultar su pasado y comienza a hacer toda clase de gestualidades nazis frente al presidente de los Estados Unidos, que también es interpretado por él mismo. Es un pasaje entre tétrico e hilarante, que contrasta con la superficialidad discursiva de buena parte del resto del film, marcada por los monólogos gritones -lo de George C. Scott es un show que anticipaba la performance de Jack Nicholson en El resplandor– y las remarcaciones, por ejemplo, con los nombres de personajes e instituciones, denominados a través de adjetivos calificativos con un doble sentido no muy lúcido.

A Kubrick, más allá de lo que aporta Sellers, no le queda mucho más que la construcción de algunas imágenes con una clara búsqueda icónica, pero también totalmente arbitrarias. Por caso, la que seguramente es la más icónica: nos referimos a la del Mayor “King” Kong (Slim Pickens) montado sobre la bomba atómica mientras esta cae sobre su blanco. Es una escena que no guarda relación alguna con el profesionalismo exhibido por los pilotos del avión durante el resto del relato, y que evidencia que a Kubrick no le importaba tanto la coherencia narrativa -necesaria también en una sátira-, sino el impacto visual. En eso termina siendo efectivo -por algo la trascendencia que ha tenido el film-, aunque esos dispositivos están insertados en un mecanismo que, a pesar de criticar las cadenas burocráticas, es, paradójicamente, burocrático a más no poder. En Dr. Insólito… todo está demasiado claro y explícito, a tal punto que es imposible encontrar más de una interpretación posible sobre lo que se está viendo. En eso, también, el cine de Kubrick es el referente perfecto para Nolan, otro realizador que rara vez ha conseguido poner en crisis la visión del espectador.


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