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Pacto siniestro (1951)



DESEOS, AZARES Y CONCRECIONES

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Recientemente se estrenó por Netflix La mujer en la ventana, film donde Joe Wright intenta una relectura del cine de Alfred Hitchcock, con suerte dispar. No nos vamos a centrar en los resultados específicos de ese film o en cómo hay gente lista para ofenderse cuando se procura actualizar los preceptos del estilo hitchcockiano. De eso ya se ocupa Mex Faliero en esta muy buena nota. Sí vamos a aprovechar para recordar uno de los tantos clásicos del legendario cineasta británico y de paso indagar en algunos de los elementos que siempre fascinaron de sus films.

El caso de Pacto siniestro tiene sus particularidades: no solo porque su éxito llegó luego de que Hitchcock encadenara cuatro fracasos consecutivos –Agonía de amor (1947), Festín diabólico (1948), Bajo el signo de Capricornio (1949) y Desesperación (1950)-, sino porque también implicó un trabajo conjunto con Raymond Chandler, uno de los encargados de escribir el guión basado en la novela de Patricia Highsmith. Esa unión resultó perfecta casi por lógica pura: tanto el novelista y guionista como el realizador solían recurrir a un humor entre irónico y juguetón para abordar tópicos oscuros y hasta siniestros. Acá abordando el relato sobre Bruno Antony (Robert Walker), un psicópata que le plantea a Guy Haines (Farley Granger), un famoso tenista, su idea para un crimen perfecto, consistente en intercambiar homicidios: Bruno mata a la infiel y vulgar esposa de Haines y éste último al dominante padre de Antony. Así, se sacan de encima a personas a las que detestan y que interfieren con sus planes de vida. Desde ahí, un choque de voluntades y tensiones que va escalando de la mano de un juego macabro.

Una de las claves del film pasa por ese componente lúdico que interactúa con lo horroroso. Lo llamativo de ese horror que plantea la trama es que va de la mano con deseos reprimidos, pero finalmente concretados a partir de sus exposiciones. Lo inconsciente se explicita por parte de los protagonistas, trasladándose a sus realidades ficcionales, pero también interpelando a los deseos y la realidad del espectador. Hitchcock, con bastante humor negro, nos hablaba de ese lado oscuro que todos tenemos y a la vez escondemos tras las apariencias de civilidad. Esa oscuridad que nos induce a odiar, a despreciar, a mentir, a romper con todo, y que Haines oculta hasta que las acciones de Antony le devuelven ese espejo que no quiere mirar. Como puente fundamental, el encuentro azaroso entre ambos, el destino puramente construido desde la ficción, aunque también totalmente verosímil.

Es que el cine de Hitchcock siempre giró alrededor del deseo tangible y a la vez invisible, hasta que llega la ocasión propicia para que salga a la luz: la aparición de alguien que nos sacude la estantería, el cruce inoportuno y oportuno al mismo tiempo, el encuentro tan destructivo como constructivo. El relato empatizaba con la repulsión de Haines tanto como con el desenfado de Antony, porque ambos eran las dos caras de la misma moneda. Aún cuando se pudiera distinguir el bien del mal y sus respectivos representantes, las ambigüedades de las atmósferas creadas por la narración contribuían a que nos identificáramos con ambos personajes. En esa alternancia entre lo moralmente y las demandas que partían de las pulsiones, Pacto siniestro anticipaba lo que se venía en esa década en el cine del gran Alfred: los planes tenebrosos de La llamada fatal, el suspenso juguetón de La ventana indiscreta y el inconsciente desbocado de Vértigo. La maquinaria Hitchcokiana se reconfiguraba para establecer nuevos paradigmas, que en este presente conservador desde su corrección política se muestran más innovadores que nunca.

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