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Quisiera ser grande (1988)



AMOR Y CRECIMIENTO

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Repitiendo la pauta de un cine y una televisión actuales que miran con cada vez más insistencia a la década del ochenta, la nueva película de DC que es Shazam! utiliza como punto de partida el molde narrativo de Quisiera ser grande. Ahí tenemos al joven que de repente se encuentra asumiendo una identidad adulta, enfrentando toda clase de malentendidos –que, por ejemplo, lo alejan de su madre- y debiendo reconfigurar su vínculo con su mejor amigo, mientras toma responsabilidades impensadas.

Esa es la vertiente más recordada del film de Penny Marshall y la razón es simple: porque es estupenda. No era solo una cadena de equívocos: era también la construcción de un protagonista con múltiples capas estructuradas desde lo corporal; un hilo de situaciones que se retroalimentaban, con cada vez más dinamismo; un Tom Hanks brillante (posiblemente la mejor actuación de su carrera) y estableciendo una química inigualable con Jared Rushton, Robert Loggia –la secuencia del baile con el piano continúa siendo hermosa- y Elizabeth Perkins. Pero Marshall (y la película) no se conforman con eso.

Y por eso, progresivamente, Quisiera ser grande se va convirtiendo progresivamente en un drama romántico, de la mano de la historia de amor entre Josh (Hanks) y Susan (Perkins), su forzada compañera de trabajo que al principio lo odia pero luego termina enamorándose de él. Allí, en esa vía narrativa que va cobrando cada vez más fuerza, la película no solo es sensible sino también increíblemente arriesgada e inteligente: no solo no teme mostrar el vínculo amoroso entre una mujer y un hombre que en verdad no es más que un niño, sino que se hace cargo de eso y no juzga, sino que deja que sean los personajes los que decidan. Cada uno tiene sus dudas y dilemas: si Josh disfruta la vida como adulto pero extraña su infancia, ese existencia marcada por la inocencia y la despreocupación; Susan deberá aceptar la persona que fue (una ejecutiva engreída y algo tramposa), la persona que puede ser (alguien mucho más noble y honesta) y la que es (una adulta enamorada de un menor). Ambos expresan esas luchas internas desde sus cuerpos descubriéndose y aprendiendo a quererse.

Pero ese aprendizaje no se detiene en el descubrimiento del otro y de sí mismos, sino también de la imposibilidad de continuar el romance que construyeron. No se trata de moralismo por parte de la película, ni de incoherencia de los protagonistas, sino de aceptar que los caminos de ambos se cruzaron, que el presente los une pero el futuro no, porque cada uno, al fin y al cabo, quiere cosas distintas. De ahí que el final de Quisiera ser grande es tristísimo, de una melancolía apabullante, pero a la vez perfectamente lógico y consistente, porque asume la belleza de lo que fue y el dolor de lo que no puede ser. Es la despedida del amor, pero también de la inocencia que puede representar la infancia, por más que se retorne a ella.

Luego de Quisiera ser grande, Marshall seguiría indagando en los procesos de aprendizaje y crecimiento, entregando otro peliculón como Un equipo muy especial (que además es una verdadera cima del cine feminista) y la interesante (aunque algo despareja) Los chicos de mi vida. Y Hanks, a su manera, nunca abandonaría rasgos propios de Josh: a ese niño grande y honesto lo volveríamos a encontrar, por ejemplo, en Forrest Gump, el Woody de Toy story e incluso el Carl Hanratty de Atrápame si puedes, el James B. Donovan de Puente de espías  o el Chesley Sullenberger de Sully: hazaña en el Hudson, aún con los disfraces de seriedad y profesionalismo. Lo afectivo como corporalidad: eso es Hanks, eso es Marshall y eso es Quisiera ser grande, uno de los mejores dramas cómicos de la historia.

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