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Magnolia (1999)



PERFECTAS IMPERFECCIONES

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Es raro lo que me pasa con Magnolia, esa gran película (o no, según como se la mire) del animal cinematográfico de Paul Thomas Anderson. Se trata de un film que contiene varios de esos elementos que me suelen molestar mucho en una película: sobreactuaciones, intensidades, manierismos narrativos, acumulación de tragedias, algunas sordideces y momentos de evidente miserabilismo. Cuando la veo ahora, veinte años después de su estreno, le noto muchísimo más sus fallas y aquello que me molesta. Y, sin embargo, Magnolia tiene una potencia audiovisual fascinante que me impide la indiferencia, que me subyuga y me arrastra en ese carrusel de emociones que atraviesan sus más de tres excesivas horas. Adivino, así, a la distancia, que Paul Thomas Anderson logró con esta, la película que lo instaló en la consideración mundial, un efecto similar al que generan los rumores, el ida y vuelta de secretos inconfesables. Magnolia, con su exhibición de personajes rotos y miserias varias, es como una cerradura por la que uno mira el otro lado del éxito (todos los personajes están relacionados, de algún u otro modo, con cierta idea del éxito en una sociedad materialista como la norteamericana) y se siente tan asqueado como fascinado con aquello que va descubriendo. Magnolia funciona como un estimulante, es una obra construida sobre la base de excesos a los que uno siempre le pide una vuelta más. Y Anderson cumple hasta esa enorme secuencia en la que las ranas caen del cielo y le termina de dar el toque extraño que el relato coral y el clima angustiante y sostenido acumulaban con la pesadez de una nube negra y recargada. La lluvia de ranas con su referencia bíblica a cuestas opera en Magnolia como una suerte de resolución de los conflictos, como algo bautismal que libera a los personajes y los alivia. Con enorme musicalidad, Anderson ofrece esa nota y el quiebre es evidente: a partir de ahí observamos la curación y la sanación de algunas de las criaturas que habitan el relato, curación que puede estar representada, en algunos casos, por la muerte misma.

Pero volvamos a aquella idea de secretos que se revelan. Magnolia es un sincericidio colectivo. Un sincericidio que era parte de un viento de época en el cine norteamericano, si pensamos que por aquel tiempo Todd Solondz era una referencia del indie (la pueril Felicidad se había estrenado un año antes), David Fincher flirteaba con el mainstream y Robert Altman gozaba de un segundo aire a partir de películas como Short cuts, influencia evidente en la película de Anderson. El nuevo cine norteamericano, tallado por estos nuevos autores y al límite de un nuevo siglo, daba cuenta de un malestar, pero a diferencia de aquellos realizadores de los 70’s que apostaban por la renovación a partir de un cine verité, había en tipos como Anderson una persistencia por la visibilidad del estilo. La clave en Magnolia, el motivo por el que uno supone que se sobrepone a todas sus fallas, tiene que ver con que Anderson es un autor enorme, un narrador gigantesco, y la acumulación es más una forma de respirar su cine (al menos si uno piensa en sus primeras películas) que una intención de mostrarse para sobresalir. La artificialidad de los personajes de Magnolia es tan transparente que se vuelven reales. En la película hay exceso, pero también honestidad: los personajes no terminan de tener una idea cabal sobre la tragedia que atraviesan ni la película es sentenciosa al respecto. Hay gente que le ha hecho mal a otra, hay gente que perdona, otros que no. A partir de esos movimientos de cámara tan propios de Anderson, de esa cámara zigzagueante que avanza a puro plano largo, hay una vibración en el relato que lo vuelve vívido y cercano, y por eso termina por interesarnos esa mostración de oscuridades, como si aquella cerradura no permitiera ver también hacia dentro de nosotros mismos. Lo cierto es que Anderson no parece estar especulando con su película, sino estar modelando su talento enorme en una película más grande que la vida misma, en una película verdaderamente explosiva. Anderson nos dice que el cine fue alguna vez eso mismo, y elige el melodrama como molde desaforado para ponerlo en evidencia.

En eso es clave también el uso de las canciones de Aimee Mann, que tienen ese aire trágico y existencialista que la película tan bien resume (la de Mann y Anderson es una de las colaboraciones más felices del cine contemporáneo). Aquella escena en la que los personajes cantan Wise up es clave, es hermosa y es uno de los momentos que atesoramos de Magnolia y que hacen de Magnolia, Magnolia. De hecho, Magnolia es una película construida en base a grandes momentos, con una espectacularidad que en el drama no se volvería a transitar nunca más. Tal vez la película de Anderson sea la más perfecta de las películas imperfectas de todos los tiempos; como la vida misma dirá usted, eso que vemos pasar mientras Anderson nos entretiene con fuegos de artificio.

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