MACHISMO OCHENTOSO
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Entre finales de los ochenta y principios de los noventa, fue el momento de gloria de Patrick Swayze. En ese período, metió tres grandes éxitos, tres películas que quedaron consolidadas en el imaginario de los espectadores de varias generaciones: Dirty dancing: baile caliente (1987), Ghost: la sombra del amor (1991) y Punto límite (1991). Todos films bastante distintos entre sí, que probaban que, aún sin tener grandes dotes actorales, era capaz de manejarse en un rango de estilos variados. En el medio, hizo El rudo, un producto bastante típico del cine de acción de la época, que a pesar de sus notorias limitaciones y de haber sido un ligero fracaso en el momento de su estreno, tuvo una segunda vida en el VHS y la televisión, hasta convertirse en un pequeño clásico de culto. A tal punto cobró notoriedad, que recientemente se acaba de lanzar una mediocre remake protagonizada por Jake Gyllenhaal.
Hay que convenir que el arranque del film de Rowdy Herrington (producido por un veterano del género como Joel Silver) es prometedor, básicamente porque no recurre a un prólogo o explicación previa para lo que presenta. Ahí ya lo tenemos a James Dalton (Swayze), asumiendo el trabajo de seudo gerente de un popular bar de un pueblo de Missouri, instruyendo y poniendo en fila a los empleados, mostrándole a los clientes quién es el que manda, en base a profesionalismo, firmeza, miradas amenazantes y un par de piñas bien puestas. Sin embargo, a continuación, y durante un largo, la película gira en el vacío, sin saber bien a dónde ir, como si el carisma de Swayze y las peleas en el bar fueran lo único que tuviera para mostrar. Recién encuentra un eje narrativo que le permite avanzar y construir una suma de conflictos cuando le da entrada a otros personajes que interpelan a Dalton: la doctora Elizabeth Clay, el interés romántico que interpreta Kelly Lynch; Wade Garrett, el amigo y colega que encarna Sam Elliott; y Brad Wesley, el villano que hace Ben Gazzara, que se cree el dueño de todo y todos.
Lo cierto es que esos conflictos que delinea El duro son entre toscos y arbitrarios. El choque entre Dalton y Wesley es un duelo de egos y testosterona más que otra cosa, una excusa que encuentra el film para acumular peleas, tiros y explosiones. Del mismo modo, los dilemas internos que afronta Dalton por su pasado y presente violentos no son precisamente sutiles. Pero eso es compensado, en buena medida, por las interacciones de Swayze con un Elliott que está excelente -como casi siempre, un verdadero sabio de la actuación- y una Lynch que acompaña dignamente. Ese triángulo amistoso y romántico a la vez es, posiblemente, el gran sostén del film, porque aporta los únicos pasajes relajados y reflexivos a la vez.
Cuando ese triángulo amoroso queda anulado, de la mano de un par de situaciones entre trágicas y previsibles, es que El rudo vuelve a su esencia medio pelo, con un raid sanguinario donde todo se resuelve de forma antojadiza, contradiciendo lo que se había planteado previamente. Allí se vuelve a celebrar la violencia y justicia por mano propia, descartando reflexiones y cuestionamientos previos. Y, además, se ratifica un machismo donde las mujeres son objetos románticos, objetos a ser salvados u objetos para ser usados, porque siempre, pase lo que pase, el chico se tiene que quedar con la chica. Un machismo, convengamos, muy de su época, grasoso y hasta ingenuo, que no se puede tomar muy en serio. Al igual que a El rudo, una película demasiado recordada.
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