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Pasajeros profesionales (1972)



LA PROFESIONALIZACIÓN DE SCORSESE

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Tras su ópera prima, Quién golpea a mi puerta (1967), un film con un tono definitivamente intimista y personal, a Martin Scorsese le tomó cinco años poder hacer su siguiente película, Pasajeros profesionales. Una vez finalizada, cuando se la mostró a John Cassavetes, este le dijo básicamente lo siguiente: “Marty, pasaste un año entero haciendo este pedazo de mierda. Es una buena película, pero vos sos mejor que la gente que hace este tipo de films. No te quedes atado al mercado de explotación, tratá de hacer algo diferente”. Se ve que estas palabras impactaron bastante en el todavía joven Scorsese, porque solo le tomó un año hacer su siguiente obra, Calles peligrosas, que lo colocó definitivamente en el mapa de los realizadores a tener en cuenta dentro del Nuevo Cine Norteamericano.

En parte, Cassavetes tenía razón: Scorsese estaba para más y Pasajeros profesionales lucía (y luce) como una película a mitad de camino -temática y estéticamente- entre lo que había entregado Bonnie y Clyde, de Arthur Penn, en 1967, y lo que daría Malas tierras, de Terence Malick, al año siguiente. Al mismo tiempo, no dejaba de ser una especie de secuela espiritual de El clan Barker (1970), de Roger Corman, que aquí oficiaba de productor. La historia de la pareja criminal estaba ahí, a la vista, y buena parte del atractivo para convocar público estaba dado por la cantidad de acción, sangre y sexo desparramada a lo largo de un metraje que no llegaba a la hora y media. Pero lo cierto es que, a la distancia, podemos divisar en este drama policial unos cuantos elementos incipientes del cine scorsesiano. En un punto, Scorsese necesitaba de esta película para saber dónde estaba parado y, de paso, profesionalizarse, pulir su estilo para concretar sus verdaderas ambiciones.

La historia de Pasajeros profesionales, basada en hechos reales y situada durante la etapa de la Gran Depresión, es simple: una joven aventurera llamada Boxcar Bertha (de ahí el título original del film), interpretada por Barbara Hershey, se enamora de Big Bill Shelley (David Carradine), un líder sindical, y se enfrentan a una corrupta compañía de ferrocarriles, recurriendo al crimen para vengarse. Pero el relato, además de ser un drama romántico y criminal, también se permite constituirse en una narración donde lo grupal toma un rol decisivo, a partir del vínculo que los protagonistas establecen con Rake Brown (Barry Primus) y Von Morton (Bernie Casey), dos amigos que se convierten en integrantes de su banda. Desde ese pequeño núcleo es que Pasajeros profesionales se convierte en un pequeño retrato de época sobre individuos marginales enfrentados a un poder que los sobrepasa.

Hay un par de elementos que convierten a la película en una experiencia áspera y disfrutable a la vez, y que evidencian la veta autoral de Scorsese, incluso cuando recién comenzaba su carrera y llevaba a cabo un trabajo por encargo. En primera instancia, un excelente trabajo con el montaje, que no solo se instituye en una herramienta narrativa -el resumen del raid delictivo de Bertha, Shelley y su banda aprende muy bien algunas lecciones de El ciudadano-, sino también humorística, con un chiste en particular construido desde la palabra y el salto espacial. En segundo término, la capacidad para empatizar no solo con los protagonistas, sino también con su época y sus códigos: no hay juzgamiento del racismo, el odio entre Norte y Sur, o el anticomunismo, sino una exposición ajustada que entiende los esquemas de pensamiento.

Más de cincuenta años después, Scorsese retornaría a ese mundo no del todo civilizado y de lucha de clases con Los asesinos de la luna. Y aunque las diferencias (tanto de ambiciones como de recursos) son abismales, hay un hilo delgado que une a su último film con Pasajeros profesionales. Y ese hilo está hecho de incorrección política, de mostrar las cosas como son, sin disfraces, incluso a riesgo de ofender. En eso, por suerte, Marty no envejeció en absoluto.


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