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Los asesinos de la luna

Título original: Killers of the Flower Moon
Origen: EE.UU.
Dirección: Martin Scorsese
Guión: Eric Roth, Martin Scorsese, sobre el libro de David Grann
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Robert De Niro, Lily Gladstone, Jesse Plemons, Brendan Fraser, John Lithgow, Tantoo Cardinal, Barry Corbin, Pat Healy, Louis Cancelmi
Fotografía: Rodrigo Prieto
Montaje: Thelma Schoonmaker
Música: Robbie Robertson
Duración: 206 minutos
Año: 2023


9 puntos


ES LO QUE ES

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Una de las obsesiones del cine de Martin Scorsese es registrar cómo los cambios sociales desplazan las reglas de universos (o individuos) con sus propios códigos. No otra cosa les pasaba a los gángsters de Casino, cuando descubrían con horror que Las Vegas pasaba de ser una tierra de crimen gloriosa a una suerte de paseo turístico para jubilados, casi un geriátrico con maquinitas y luces de colores. Perfecto, los códigos que Scorsese revalida con su cine no son siempre los aceptados socialmente, pero de ahí la gracia compleja de su cine. Y si habitualmente el director de Toro Salvaje pone su mirada en el centro, en el medio de esos personajes agitados por los cambios, en Los asesinos de la luna hace un ligero movimiento, sin perder la calidad de su mirada. Si aquí la Nación Osage es la que resulta llevada hacia los límites, en verdad el relato se centra en aquellos que ponen esos límites de la manera más atroz: el terrateniente William Hale (Robert De Niro) y su sobrino y torpe mano derecha Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio). Ellos, junto a un entramado de siniestros personajes, no sólo restauran el poder del hombre blanco, sino que además simbolizan la forma violenta en que una nación se construye, otra de las obsesiones scorseseanas si pensamos además en Pandillas de Nueva York.

A la manera de los viejos noticieros del cine, Scorsese registra la extrañeza de la Nación Osage. Hacia comienzos del Siglo XX, en tierras de nativos americanos, se descubrió petróleo y eso llevó a que los indios pasaran a ser ricos (más allá de no disponer libremente de su dinero) mientras que los blancos eran sus sirvientes. “¿Viste alguna vez trabajar a un piel roja?”, dice con rencor de clase el dueño de una casa fúnebre que aplica un notable sobreprecio por un ataúd. Pero hacia 1920 esta realidad se vería modificada con una serie de crímenes que buscaban terminar con el poder de los originarios, lenta y progresivamente. Si el hallazgo del petróleo es observado en medio de rituales, y con el trabajo fotográfico impecable de Rodrigo Prieto en imágenes de gran poder como esa de los nativos danzando alrededor de un chorro de oro negro, de la misma manera serán vistas esas muertes en un comienzo, como obra de cierta divinidad que los persigue con violencia. Los blancos desplazados buscarán volver al centro aprovechándose de los rasgos culturales de aquellos que los han desplazado. William Hale, a quien le gusta que le digan “Rey”, es el villano definitivo del cine scorseseano: un tipo ameno con los otros, uno que se relaciona con la otra cultura simulando amabilidad y conocimiento, pero de una gran perversidad en sus modos de ir exterminándolos. Una suerte de construcción y deconstrucción del “salvador blanco”, esa figura tan en discusión en el cine norteamericano contemporáneo, que aquí se replica también en la figura de Ernest Burkhart, quien termina siendo una suerte de fracaso de esa posibilidad de “salvador” cuando su cinismo lo lleve al límite de no ser consciente de sus actos.

Si en El irlandés decíamos que Scorsese lograba la síntesis de su cine, descubrimos ahora con Los asesinos de la luna que aquella era en verdad una síntesis de una parte de su cine. Una que alcanzaba los márgenes de su mirada sobre el cine de gángsters, pero que no incluía algunos aspectos más laterales y que han ido ganando espacio con el avance de su filmografía, especialmente desde los años 90’s. Los asesinos de la luna es claramente un relato de gángsters, con temas tan recurrentes en su cine como la corrupción, la lealtad y la delación, que integra además una mirada sobre las clases sociales de La edad de la inocencia, la relación problemática entre hombres y mujeres a partir del matrimonio de Ernest y Mollie (Lily Gladstone) un poco en la senda de los personajes de De Niro en Toro Salvaje y Casino, y obviamente el revisionismo histórico de Pandillas de Nueva York, con la misma carga de incomodidad para la moral Americana. Scorsese parece jugar divertidamente con ese meme tan popular que lo tiene por protagonista: “Me atrapaste, sí es cine”.

Y si hablamos de diversión, es imposible no notar los momentos de humor retorcido y negrísimo que Scorsese administra a lo largo de las impecables tres horas y media de su película, como si quisiera decir subterráneamente que estamos ante una sátira de ese mundo torpe de hombres blancos aterrados por el poder del piel roja. Porque en algún sentido el plan aplicado por Hale para exterminar a los osage es un poco ridículo, al límite de que un personaje le dice, luego de la explosión de una bomba, algo así como “se nota demasiado, pará un poco”. En ese plan también ingresa la corporalidad y gestualidad de DiCaprio, quien en otro tono diferente al explosivo Jordan Belfort de El lobo de Wall Street, anda humorísticamente sacando mandíbula a lo De Niro y transita con el ceño fruncido de quien no sabe muy bien qué está haciendo. Ese humor, ese permiso para el humor que nunca desentona en el marco de una historia oscurísima, es también la muestra de una forma de hacer cine que se aleja acertadamente de la solemnidad imperante del cine de las últimas décadas, y nos devuelve la mirada lúdica de un tipo como Scorsese, un señor octogenario que narra como pocos (y hay que decir que la fluidez narrativa es algo que aprendió con los años), que pertenece a una generación de directores/autores que filmaban para un público que comprendía los límites entre ficción y realidad.

A ese mundo de hombres blancos, que desprecian al Gobierno central, y que aplican la ley a su modo, le llega finalmente la ley superior en la forma del incipiente FBI. Y ahí tal vez la trampa que nos propone Scorsese, que nos sugiere que posiblemente Los asesinos de la luna no haya sido sobre esos mafiosos que desplazaron un universo establecido, sino nuevamente sobre los mafiosos que ven cómo se les desarma entre las manos ese status quo construido. La diferencia aquí es que el director parece hacer el movimiento completo, donde el FBI viene a reponer finalmente el orden y la ley que termina con el control gangsteril, pero que como lo dice en el maravilloso epílogo de la película a la manera de los programas radiales de los años 30’s y 40’s, ese alcance de la ley nunca termina siendo completo, la justicia es siempre un deseo antes que una realidad. Como testigo de todo esto, Mollie, que con su mirada pasiva pero siempre inquisidora (imponente actuación de Gladstone), observa ese mundo que se extingue y observa al inquisidor, su marido, con la esperanza final de que la honestidad surja entre tanta oscuridad. Es la presencia de la justicia noble. Y es un personaje femenino con el que Scorsese responde a los estúpidos cuestionamientos sobre la masculinidad de El irlandés. Mollie es un personaje heroico y a la vez trágico, y es -sobre todo- un personaje lógico que representa su época de forma rigurosa. Scorsese sabe que la historia se puede ver y revisitar, pero nunca reescribir (salvo en una ucronía) por más vientos de época que corran. Como diría Joe Pesci en El irlandés, “es lo que es”.


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