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Manhattan (1979)


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LA INVENCION DE ALLEN

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Si habitamos una época en la que ya no hay nada por inventar, y lo que queda en materia de lenguaje cinematográfico es una reescritura o regurgitación de viejas fórmulas, revisitar Manhattan es meterse no sólo en el territorio más sagrado del cine de Woody Allen, sino en un espacio que nos refriega en la cara su cualidad constitutiva: porque si algo podemos notar a la distancia en este film, es que de manera inconsciente los espectadores de su época asistieron en vivo y en directo (nunca mejor usado el término: el director es alguien que ha hecho de algunos aspectos de su vida una suerte de reality cinematográfico) al desarrollo de ese concepto que conocemos en el presente como woodyallenesco.

Junto a Annie Hall, Manhattan propone un doble programa con el cual Allen pega un volantazo a su cine previo (en el medio está la inferior Interiores): sobre fines de los 70’s y evidentemente influenciado por el cine europeo, el director pretendía ir unos pasos más allá del ingenioso comediógrafo en el que se había convertido. Si bien su humor, y sus comedias de aquellos años, evidenciaban la presencia de un director-autor con obsesiones concretas, su estilo desmelenado y poco virtuoso desde la puesta en escena no terminaba por configurar una obra superior (aunque debo reconocer que Amor y muerte: la última noche de Boris Grushenko sigue siendo mi película favorita de Allen). Pero fue con estas dos obras -especialmente- con las que el director encontró la forma adecuada de darle lugar a sus obsesiones, a la vez que apostaba estéticamente por una forma que sostenía su discurso verborrágico y neurótico. Si hay que encontrar el germen del Woody posterior, está aquí. Si hasta se podría decir que el director viene filmando desde entonces la misma película con variaciones.

En Manhattan están los temas habituales, el sexo, el amor, la intelectualidad, el arte, el psicoanálisis, las angustias existenciales y el abordaje es desde la histeria y la neurosis de los habitantes de la ciudad, lo cual es acertadamente capturado por una cámara nerviosa, la cámara de Allen. Esa cámara que ha acompañado incontable cantidad de caminatas y charlas, y que si bien tiene un aire nuevaolero, se funda en la dupla Annie Hall / Manhattan al sumar a aquella frescura europea la tensión y la crispación del director. Hay una correspondencia tan sólida entre el discurso verbal y físico de la película, que Manhattan nos termina por confirmar que no parece haber otra manera de retratar aquello que se cuenta ahí dentro. Allen crea así uno de los últimos grandes conceptos del cine, el de la comedia neurótica.

Manhattan puede ser vista también como una respuesta a su película previa, Interiores (así como Recuerdos es una respuesta a Manhattan, en la que se burla de los lugares comunes de la intelectualidad: verbigracia, el uso del blanco y negro). Si Allen quería tanto a sus influencias, se dio cuenta que en verdad no debía calcar (Interiores es una copia de algunos Bergman), si no reescribir desde su propio sello identitario. Y esa es, en verdad, la clave del lenguaje cinematográfico. El director encuentra aquí, movilizado por un bellísimo homenaje a la ciudad y sus rituales, ese espacio de creación que lo definiría hacia el futuro. Pocos realmente han tenido la clarividencia de Allen para inventarse y consagrarse.

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