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Pimpollos rotos (1919)



EL PRIMER GRAN MELODRAMA

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Dentro de la carrera de David W. Griffith, caracterizada por la ambición y hasta el exceso formal y narrativo -vale recordar, por ejemplo, Intolerancia y El nacimiento de una nación-, puede verse a Pimpollos rotos como una anomalía difícil de ubicar: una película de escala reducida, rodada en estudios y con atmósferas alejadas de lo épico y mucho más cercanas a lo íntimo. Aún así, hay algo desmesurado en las emociones que maneja el film, una sensibilidad que se va desatando progresivamente, no solo haciendo hincapié en lo que les pasa a los protagonistas, sino también en la lectura sociopolítica que se podía hacer sobre los eventos.

En solo una hora y media -una verdadera lección de economía de recursos narrativos para los realizadores del presente-, Griffith cuenta una historia que contiene múltiples aristas: un drama romántico, un relato de horror paterno-filial, un retrato sobre el lado oscuro de la inmigración, una reflexión sobre las formas de la violencia. Tenemos a Cheng Huan (un dulce Richard Barthelmess), un chino que deja su país natal para difundir el pensamiento de Buda en Inglaterra y, de paso, conseguir un trabajo digno. Apenas llega, su mirada idealista choca de frente con la cruda realidad de Londres, donde las condiciones laborales son durísimas y más aún si se es inmigrante. Sin embargo, parece encontrar un punto de redención posible cuando conoce a Lucy (la magnífica Lillian Gish), la bella hija no deseada de Battling Burrows (Donald Crisp) un violento boxeador de los bajos fondos.

En realidad, lo que se encuentra Cheng es la tragedia aguardándolo, aunque no deje de tener forma de redención y hasta de justicia poética. Tanto él como Lucy son dos marginados, cada uno a su manera: Cheng por su condición de inmigrante, de individuo con costumbres y concepciones a contramano de su entorno; Lucy por los abusos constantes que sufre por parte de su padre, que la usa de punching-ball con un nivel de crueldad indignante. Para delinear ese vínculo, Griffith apela a distintos niveles de sentido en la puesta en escena: si, por un lado, hay una increíble sutileza para retratar el lazo romántico entre los protagonistas -que nunca llega a ser explícito, hay más de idealización, empatía y cariño que otra cosa-; por otro, el realizador no da vueltas a la hora de reflejar la violencia que los acecha y actúa sobre ambos. El mundo que rodea a Cheng y Lucy es permanentemente hostil, hipócrita y cruel, solo la relación entre ellos está marcada por la inocencia, la honestidad y la dulzura.

Griffith va trazando el camino trágico con una precisión inaudita, sin forzar los eventos, llevando al espectador hasta el resultado lógico, porque está claro que todo va a terminar mal, que Cheng y Lucy no solo se enfrentan a los puños y el aura temible de Battling Burrows, sino también a un entorno social que avala y naturaliza la crueldad por diversas vías. Cheng y Lucy son demasiado bondadosos e inocentes para el universo horroroso que habitan y por eso la muerte no deja de ser una salida para ellos, incluso aunque también implique ejercer la violencia. En esa honestidad de Griffith hay también un cariño por los protagonistas y su historia que es ciertamente conmovedor, lo que incluso permite que se imponga a la oscuridad que impregna todo el film. Pimpollos rotos era una película que construía atmósferas que luego se replicarían en el policial negro del sonoro, influenciando en cineastas como Josef von Sternberg; y que indagaba con precisión en las grietas sociales que persistían en las sociedades capitalistas -más aún después de la Primera Guerra Mundial- y que se profundizarían con el ascenso de movimientos totalitarios en los treinta. Pero, principalmente, marcaba el nacimiento del melodrama más definido y explícito, ese donde el sufrimiento del público acompañaba al de los personajes y se convertía, un poco paradójicamente, en goce y catarsis.


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