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Pecados capitales (1995)



EL MUNDO ES DE LOS CÍNICOS

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Ya había mencionado en la crítica de Batman que la verdadera inspiración de la película de Matt Reeves no era Zodíaco, sino Pecados capitales. Aquel fue el film que puso a David Fincher realmente en el mapa de Hollywood (antes había dirigido Alien 3, que fue un fracaso del que aún reniega) y lo colocó en la senda para convertirse en uno de los realizadores más influyentes durante lo que va del nuevo milenio. Y seguramente no haya sido por una simple cuestión de gustos que Reeves tuvo muy en cuenta a ese film para el pesimista tono que maneja en esta nueva encarnación del Hombre Murciélago: la estructura estética desplegada por Fincher en 1995 es, en muchos aspectos, la dominante en la actualidad.

Lo llamativo es que Pecados capitales no fue en su momento un meteorito salido de la nada: formó parte de una sucesión de películas con asesinos seriales que había comenzado con el éxito de El silencio de los inocentes y que había continuado con títulos tan disímiles como Bajos instintos y Jennifer 8. En un punto, Fincher replicó el nivel de ambición desplegado por la obra maestra de Jonathan Demme, aunque con una diferente aproximación. Si Demme se apoyaba en una puesta en escena que procuraba que fuera la oscuridad de los personajes -en sus actos, miradas y dilemas- la que configurara las atmósferas del relato; Fincher primero se preocupaba por construir un contexto urbano tétrico y decadente que contagiara a los protagonistas. Por eso quizás, al recordar secuencias de El silencio de los inocentes, recordamos frases, miradas, diálogos y acciones específicas; mientras que, al hacer el mismo ejercicio con Pecados capitales, lo que aparecen son imágenes horripilantes en una ciudad que alberga los peores crímenes.

Tanto El silencio de los inocentes como Pecados capitales eran thrillers que se pensaban a sí mismos como más que simplemente eso, ya que cada uno configuraba un mundo donde el horror era un protagonista nato e ineludible. Pero el film de Demme era también un relato de aprendizaje y crecimiento, donde Clarice Starling sostenía una mirada horrorizada, pero no por eso resignada frente a los eventos y personas terribles con los que se cruzaba, incluso frente a la tétrica fascinación que generaba Hannibal Lecter con sus juegos mentales. Por el contrario, la película de Fincher, con su fotografía deliberadamente sucia y oscura, era casi desde el comienzo una enciclopedia del pesimismo: desde la actitud entre astuta y cínica del veterano Somerset (Morgan Freeman) hasta Tracy (Gwyneth Paltrow) contando su odio por la ciudad a la que acaba de mudarse, pasando por un compendio de pequeños personajes que circulan por la trama que son retratados como seres despreciables. El único optimista, aunque en verdad sea más que nada terco, es Mills (Brad Pitt), el joven detective que finalmente será el más castigado por su optimismo/terquedad.

Si El silencio de los inocentes, luego de recorrer distintos lugares específicos del Estados Unidos profundo, se aferraba a la inocencia de Starling, que se sobreponía incluso al inquietante plano final, Pecados capitales transcurría en una ciudad sin nombre y que, por ende, podía ser cualquier ciudad. Y, en vez de un horror agazapado, latente, se inclinaba por un horror explícito, que estaba en cualquier esquina. De ahí que el punto de vista que prevalecía era el de John Doe (Kevin Spacey), ese asesino sin nombre que era descripto como un loco por Mills pero que, hacia el final, se erigía como el triunfante eje moral de todo el asunto. Se podrá decir que en verdad Somerset es el personaje que sirve de puente para conectar con el espectador -es de hecho el que nos conduce con sus deducciones por la trama-, pero en verdad solo es el traductor: el mensaje del film es el de John Doe y sus crímenes.

Ese mensaje es claro y fuerte: el mundo -todo el mundo, porque esa ciudad anónima es apenas una muestra- es una mierda, y por eso los castigos ejercidos por John Doe pueden hasta sonar lógicos y racionales. Por eso, cuando escuchamos a Somerset afirmar, en la última frase de la película, que Ernest Hemingway dijo una vez que el mundo es un buen lugar y por el que vale la pena luchar, pero que él está de acuerdo con la segunda parte, nos resuena mucho más su desacuerdo con la primera parte del dicho. Al fin y al cabo, parecía decirnos Fincher -y también el guionista, Andrew Kevin Walker-, en este mundo solo pueden sobrevivir los cínicos, o a lo sumo los justicieros por mano propia. Y lo cierto es que en parte Fincher demostró tener razón, al menos en lo cinematográfico: Pecados capitales fue uno de los films que sentó las bases para una poderosa corriente de producciones -con su correspondiente legión de espectadores- marcada por el cinismo y hasta el nihilismo. Últimamente, son cada vez más los que van al cine no para encontrarse con nuevos mundos, sino para confirmar que hay un único mundo posible -dentro y fuera de la pantalla- y que este es una cloaca irredimible. Hacia esa tendencia se ve arrastrado el Batman de Reeves, aunque intente escapar de ella -a duras penas- en sus últimos minutos.


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