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24 líneas por segundo: Los peligros del consumo irónico

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Me confieso culpable. Yo también he caído en las redes del consumo irónico y participé, con mi granito de arena, en la instalación de algún personaje impresentable de la tele o las redes. Se sabe, técnicamente el consumo irónico es ese producto cultural que consumimos por encima de su real significado, con el solo objeto de reírnos: puede ser un programa de cable espantoso o una película horrible que se vuelve fenómeno de culto, como la nacional Un buen día por ejemplo. También ocurre con individuos que creen tener un talento, pero solo lo miramos para reírnos… de ellos. Si bien se me hace un fenómeno bastante post-moderno, supongo es algo que viene del pasado, o al menos de las últimas tres o cuatro décadas de consumo de producción audiovisual. Fue en los 90’s donde ganó mayor presencia el término “bizarro”, para la colocación en pantalla de personajes que no tenían más talento que el de su rareza, por poner un término más o menos adecuado. Por parte del espectador se da una suerte de mezcla entre indulgencia y cualquierismo, además de la indudable fascinación que genera el carisma. Sin embargo a partir del auge de Internet y la aparición de YouTube, esos personajes ya no necesitan del filtro de los medios tradicionales, que nos imponían cuáles eran los bizarros y cuáles no, sino que el propio espectador da entidad y apura los 15 minutos de fama. Esto terminó de explotar con las redes sociales, obviamente. El problema con el consumo irónico, a mi modo de ver, es cuando ese personaje gana tanta popularidad que termina ocupando espacios de poder por encima de sus posibilidades. Y atenta contra diversas profesiones, relegando a gente con talento. En nuestro campo, el de la crítica de cine, recuerdo cuando el Bambino Veira recomendaba películas en la radio. Un personaje más o menos simpático, haciendo algo para lo que no estaba preparado, sin ningún tipo de rigor, pero que ocupaba un espacio que otra persona podía ocupar seriamente. En algún momento uno, como espectador y consumidor, debe ganar conciencia respecto de los peligros y los límites que acarrea el consumo irónico, sobre todo cuando se quiebran ciertas regulaciones tácitas e inconscientes, y todo comienza a dar lo mismo. La política es un claro ejemplo de eso. Ver hoy la fuerza que gana un personaje como Javier Milei, alguien que tendrá sus conocimientos técnicos en economía, pero cuya instalación como personaje público viene de esa televisión adoradora del cualquierismo, debería preocupar. Milei es candidato a legislador, pero sus formas, aprehendidas en minutos y minutos de tele-basura, son las de un gritón patotero incapaz de dialogar con el otro, mientras flamea su pelo prolijamente desprolijo. Es llamativa la incapacidad de Milei para discernir que una cosa es la televisión y otra el debate político, pero también la de una sociedad para frenar la tentación del carisma y la desfachatez de un personaje público. O, también, debe ser difícil encontrar esos límites cuando uno termina devorado por el personaje. En todo caso, el límite lo debería terminar poniendo la gente.

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