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Nuevas fronteras



Por Nicolás Pratto

(@Malditavocal)

Hace un tiempo estaba viendo un documental sobre la historia del western, de esos que solía pasar canal Infinito, con esa locución característica. Llegaba hasta los 90’s (su presente), preguntándose si el género tendría vida en el nuevo milenio. Es claro que aquellos días de vino y rosas no volverán, aunque cada década tiene su “western”, el último que recuerdo ahora es Hell or high water. Tampoco estuvo fuera de ese mal de las remakes innecesarias con Los siete magníficos, e incluso Logan hereda bastante del personaje de John Wayne en The searchers, con ese protagonista herido por su anterior vida que encuentra redención buscando y protegiendo a un familiar. Claro está, estamos hablando de películas, aunque en los últimos años su mayor crecimiento estuvo fuera de Hollywood, encontrando un lugar en una industria ya establecida como los videojuegos.

Entramos en territorio de nuestro compañero Mangini. La primera noción que tuve de un juego con temática del oeste, fue Sunset Riders, el de Sega. Básicamente dispararle a todo lo que se mueve, entrar a bares, recibir besos de señoritas, enfrentar jefes finales y rescatar a la damisela en apuros. Eso sí, quiero creer que todos elegíamos a Cormano y su fantástico poncho rosa. Al igual que en el cine, los juegos tuvieron su proceso de maduración con los años, los personajes dejaron de ser solo controlables, teniendo una historia de fondo, y nosotros como jugadores, transitar, sin la ansiedad de llegar al final y listo. O como se decía en mis tiempos “pasar de pantalla o darlo vuelta”.

Justamente, a mediados del 2000 presenciamos mayor profundidad en juegos del oeste. La trilogía del Call of Juarez (2005-2009-2013), es uno de sus máximos exponentes. Diversas historias en torno al tesoro de Juarez, a excepción del último que es más una antología de grandes personajes que supieron atravesar dicho período. Es inevitable no desarrollar un videojuego y no inspirarse en grandes obras del cine, desde una misión de volar un puente como en El bueno, el malo y el feo, hasta una acción al estilo Peckinpah al conseguir una ametralladora como en el final de La pandilla salvaje. Aunque no todo es acción, saliendo del estereotipo de rescatar bellas damas, encontramos hermandad, avaricia, honor y venganza en un mundo donde la ley queda muy lejos o es fácilmente manipulable.

Otro caso son los emblemáticos Red Dead Redemption (2010-2018). A medida que la tecnología avanza, también la capacidad de integrar y realizar un mundo cada vez más realista, haciendo de la jugabilidad, casi una inmersión total. El jugador tiene la elección de realizar misiones o simplemente cabalgar en la inmensidad que dispone el videojuego, pescar, cazar, ayudar o delinquir, donde cada acción repercuta en el mundo donde nos encontramos. Y al igual que en el cine, surge ese debate de si los videojuegos deben imitar la vida, hasta el realismo exacto.

En una entrevista a Aldred Hitchock le preguntaron cómo sería el cine o el mundo del entretenimiento en el futuro: “Veo la posibilidad que, dentro de 300 años, las personas asistan a un auditorio oscuro y sean hipnotizadas. Se sientan identificados con la persona que está en la pantalla, son esa persona, y cuando compran el ticket, eligen al personaje que quieren ser. Y bajo ese hipnotismo, se meten en la historia, y con algún tipo de telepatía, sufren, se angustian, o disfrutan de algún romance, lo que sea. Luego las luces se prenden y todo se termina”.

Casi como un viajero del tiempo, nuestro amigo Hitch predijo los videojuegos, no se tardó 300 años, apenas 5-6 décadas. Ojo, las historias siguen siendo las mismas, cambian el modo de contarlas e incluso el modo en que, nosotros como espectadores, las recibimos. Podemos optar por un rol activo en los videojuegos o pasivo en las películas. No me detengo a pensar cuál es la mejor, me parece un debate insulso, simplemente disfruto de ambas.

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