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24 líneas por segundo: Mar del Plata, ciudad infeliz

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Si uno piensa en el vínculo histórico entre Mar del Plata y el cine argentino, sin dudas lo relaciona con las vacaciones, la diversión familiar o con amigos, la playa, la salida nocturna, la timba casinera, las comedias de Porcel y Olmedo, los culos femeninos y los hombres relojeando mientras la jermu duerme al lado, tendida sobre la arena. Ahí tenemos a los bañeros más locos del mundo, ahí tenemos los veranos de los Campanelli. En mi memoria reconozco pocos casos de películas ambientadas en la ciudad donde los personajes sean nativos y no visitantes (Somos así, la más reciente es Animal). Si uno recuerda aquellas comedias (como mucho del cine hecho durante la dictadura), en verdad se trataba de hombres que fantasean pero que pocas veces concretan, de testosterona dilapidada para volver siempre calor del hogar y la sagrada institución del matrimonio. La picaresca sudorosa del sexo trunco. Pero aquellas películas que bañaron las costas de una generación dejaron su huella, y esa huella que algunos persiguen con una nostalgia rancia (y que cada tanto se corporiza en alguna secuela bañerística) también dio paso a otra posibilidad, otra mirada, una que niega aquella diversión machistoide pero se enfrenta a una tragedia: no hay diversión posible en Mar del Plata. Imposibilitada la mirada tradicional sobre la ciudad, Mar del Plata se convirtió para el cine argentino casi casi en algo mitológico, como Las Vegas para el cine norteamericano (recordemos el llanto scorsesiano sobre el final de Casino). Lo que pasó en Mar del Plata, queda en Mar del Plata. Sobre esta tragedia, nació la leyenda. Y con el nuevo siglo nació una generación de directores que comenzaron a ver a la ciudad como una suerte de purgatorio: y llegó Nadar solo, y ¿Sabés nadar?, y la reciente Azul el mar se sumó a la movida entre otras. “Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver” parecería ser el lema. Los personajes ya no vienen a pasarla bien, vienen a morir en la costa como las ballenas que encallan para dar sus últimos respingos. Hay una tristeza crepuscular que se ahoga en la costa y es como si esos directores que miran a la ciudad desde afuera tuvieran la capacidad de ver lo que no se ve desde adentro: que de aquel mito, de la familia y la tierra de las oportunidades, nada queda. Que lo arquetípico del hombre viril se marchita. Ni qué decir del mote de ciudad feliz.

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