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Alien – El octavo pasajero (1979)



EL HORROR INTERIOR

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Entre finales de los setenta y principios de los ochenta, Ridley Scott surgió como una total revelación y un realizador en estado de gracia. Nunca volvió a alcanzar semejante nivel, pero le bastó para encadenar una gran ópera prima como Los duelistas; y dos películas emblemáticas en sus respectivos géneros, como Alien – El octavo pasajero y Blade runner. Era difícil mantenerse en esos parámetros de excelencia pero, particularmente en el caso de Alien, lo decepcionante es que Scott, cuando volvió a ese mundo al cual ayudó a crear, lo hizo sin entenderlo, sin comprender su esencia y las cualidades que lo hacían tan aterrador como atractivo.

Quizás la clave para entender el enorme suceso artístico de Alien y por qué aún hoy continúa siendo influyente es cómo transmite la sensación de total carencia de temor o cálculo en la construcción de su relato. Es cierto que el corte del director era mucho más largo y sangriento, pero el film, tal como llegó a los cines originalmente, no deja de ser una obra de enorme riesgo, que dialogaba a la perfección con otros exponentes contemporáneos sin dejar de crear algo propio. El guión de Dan O’Bannon y la puesta en escena de Scott tomaban elementos de La guerra de las galaxias y 2001: odisea del espacio (la reconstrucción verosímil del espacio exterior); Tiburón (la lucha grupal contra un antagonista al cual apenas se veía y entendía);  El loco de la motosierra (la violencia puntual y shockeante); y hasta El Padrino (el personaje que parecía inicialmente de reparto y que progresivamente se constituía en el principal); pero no lo hacían desde la copia, sino como un mero soporte para tomar otro camino.

Ese camino se hilvanaba poco a poco, pausadamente, hasta cimentar un horror interior, marcado por lo corporal (ese engendro que se alojaba en el interior de una persona, para destruirla desde adentro) y lo institucional/simbólico (el androide corporativo encarnado por Ian Holm, traicionando a sus pares en pos de cumplir órdenes). Frente a eso, la respuesta era primero lo grupal y eventualmente lo femenino como forma de heroísmo no solo posible, sino incluso necesario: vista en la actualidad, Alien es una película feminista mucho antes del #MeToo, y encima mucho más lúcida, porque encontraba el rango preciso de expresión, que era la fisicidad y la acción. Ripley no era un mero vehículo ideológico, era en sí misma un referente, potenciado por la notable interpretación de Sigourney Weaver.

Cuando Scott retomó el universo de Alien, primero con Prometeo y luego con Alien: Covenant, cayó en un error similar al de George Lucas con Star Wars: pensar que encontrar orígenes y explicaciones en esas precuelas potenciaba el eje narrativo, cuando en realidad era la incertidumbre la que lo hacía. A esa búsqueda del inicio de todo le agregó una cantidad de disquisiciones filosóficas que restaron más que sumar, convirtiendo al terror en una conferencia existencialista, de la mano del insoportable androide encarnado por Michael Fassbender. Podría decirse que Weaver entendió bien al personaje, al menos en principio, potenciándolo en las dos primeras secuelas, aunque en la cuarta terminó cayendo en la autoparodia, porque quizás siempre dependió de las construcciones narrativas y estéticas de los distintos directores a cargo.

Por suerte, el que entendió todo fue James Cameron, como siempre. Aliens: el regreso no busca respuestas, sino que multiplica las preguntas, la inestabilidad y el terror, enlazándolos con la acción desenfrenada y explosiva. Todo vuela por los aires en la trama y a la par la feminidad de Ripley, asumiendo su maternidad incipiente a puro coraje y convicción. Ya había insinuado esa doble operación en Terminator y la confirmaría en Terminator 2: el juicio final, previo paso por El abismo. En el medio, nos confirmaba que ese horror interior tenía cara monstruosa y deforme, pero también humana y corporativa.

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