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Rocky III (1982)



ROCKY Y YO

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

«Porque una cosa es aprender a ver películas de manera profesional-para verificar por otro lado que son ellas las que nos miran cada vez menos- y otra cosa es vivir con los films que nos vieron crecer y que nos miraron, rehenes precoces de nuestra futura biografía, atrapados en las redes de nuestra historia». (Serge Daney, El travelling de Kapo)

Entré en el universo de Rocky cuando el mito ya estaba instalado. En 1982 tenía diez años y veía el mundo en contrapicado, sobre todo las puertas de los viejos cines donde pegaban fotogramas de las películas que daban. Recuerdo pasar una y mil veces con el colectivo y mirar las imágenes de Rambo, intrigado por saber qué carancho le habían hecho a Stallone, que aparecía todo inflado y torturado en la foto. Pero eso fue después. Antes, dieron en el cine Gran Mar Rocky III. Yo salía del colegio y cuando entré, el mundo se transformó. Yo me mandé como el pibito de Los clowns de Fellini al circo mientras se abrían las cortinas, pero con el tiempo me figuro que mi caminata por el pasillo entre las enormes filas de butacas fue como cuando se le abrió el mar a Moisés. Luego, se desplazaban los créditos en amarillo de la película con la clásica música de apertura: ahí estaban las escenas sangrientas del combate con Apollo Creed en la segunda parte. Y ya nada fue igual, la picadura del cine no tuvo retorno y Rocky sería el personaje de por vida.

Después vi la película unas quince veces más, salí boxeando, disputé mil batallas con mi hermano, les dimos batalla también a la pobre vieja con los quilombos que hacíamos dramatizando las peleas de Rocky, nos íbamos a ver a un café en video las versiones anteriores. De esa inocencia, de esos primeros relámpagos cinematográficos jamás renegaré (después vendrían todos los gigantes, desde Dreyer a Godard, de Ford a Hitchcock, más los festivales, más esto, más lo otro). Lo supe cuando encontré el rostro que estuve buscando en el de la pequeña Ana Torrent mirando Frankenstein en El espíritu de la colmena, esa obra atemporal de Víctor Erice.

La tercera entrega de la saga, dirigida nuevamente por el propio Stallone, es un punto de inflexión manierista en el que el hombre le cede el paso a diversas máquinas. La primera es la que se corresponde con el propio Rocky, transformado a partir de su coronación en una estrella publicitaria. Una sucesión de imágenes con Eye of Tiger de fondo musical, confirma que la pobreza ha devenido en fortuna material. Claro está, el tema será cómo manejar ese paraíso artificial. Sin embargo, por lo menos al principio, el protagonista tiene en claro cuáles son sus orígenes y su solidaridad no cede ante nada. La primera escena lo encuentra sacando al simpático cuñado Paulie de la cárcel con una crisis de personalidad. Más adelante, se suman los otros sustitutos artificiales. En primer lugar, una estatua en Filadelfia en honor al campeón, un hecho que parece enfrentar al hombre con el mito, reflejado en la azorada mirada del campeón. Luego, las peleas. Una a beneficio, una especie de espectáculo circense con el luchador Hulk Hogan (que bien podría anticipar las pavadas actuales de Floyd Mayweather para seguir acumulando dólares), que se transforma en una secuencia divertidísima y grotesca. Está claro que Rocky, el campeón, se encuentra en una zona de confort absoluta. La pelea con Creed ha sido devastadora y nada hace pensar en un desafío inmediato, más allá de unos cuantos boxeadores mediocres. El hombre de sombrero se ha aburguesado inevitablemente. Entonces aparece Clubber Lang, la máquina faltante, la máquina de matar. Pone a prueba el coraje de Rocky y logra concertar a base de provocaciones el desafío.

Stallone, conocedor de la historia y en concordancia al devenir de la década del ochenta, introduce estratégicos golpes de efecto que provocan cambios significativos en la trama, como si se adelantara a los famosos finales de temporada de las series actuales. Entre las dos contiendas con Lang suceden dos hechos significativos. Uno es la muerte de Mickey Goldmill (el genio Burgess Meredith); el otro, la aparición inesperada de Apolo Creed, para mantener vigente el mito del hombre que lo destronó. Y la única forma de hacerlo es devolviéndole su humanidad. Allí vuelven a los barrios, a los gimnasios semilleros, a la música negra y la película recupera la veta carnal, más allá de la publicidad, la estatua y el éxito. La máquina de Clubber, en apariencia implacable, es un obstáculo casi sobrenatural (como lo será Drago en la siguiente película). Los ideologemas americanos empiezan a funcionar a pleno en las dos partes manieristas de la saga: el triunfo del individualismo, el sacrificio a toda costa. Todo es posible. El entrenamiento será la secuencia inolvidable mientras suena Gonna Fly Now. Por último, la pelea (más artificial que nunca, pero qué importa a esta altura) y una vez más Rocky llamará desde el ring al amor de su vida, Adriana Pennino, más conocida como Adrian.

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