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Isabelita (1940)



LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

El cine argentino de las últimas décadas es bastante serio. De hecho, es muy serio, hasta demasiado serio, y no solo porque la mayoría de su producción gira alrededor del drama, el policial o el documental, sino porque incluso sus comedias se ven en notorias dificultades para salir de lo pacato, preocupadas más por indagar más en conflictos específicos y reducidos. La mayoría de las comedias argentinas no exploran cuestiones sociales, políticas, ideológicas o de género: pueden ser más o menos efectivas, quizás con suerte presenten elementos lúdicos y algo atrevidos (Vino para robar o La última fiesta), pero difícilmente interpelen las experiencias y contextos de sus espectadores.

Por eso no viene mal recordar una película como Isabelita, obra maestra del gran Manuel Romero, que es una comedia musical que inauguraba la tumultuosa década del cuarenta a pura lectura política, pero a también con una vocación por el humor y el romance que hoy parece imposible de igualar en el contexto cinematográfico argentino. Ya su planteo tenía potenciales elementos conflictivos: una chica rica y malcriada (brillante Paulina Singerman) y aburrida de su novio, pretende ser una mujer que trabaja en la servidumbre y conoce a un humilde músico (perfecto Juan Carlos Thorry) que odia a las clases altas, enamorándose sin remedio. Pero Romero, en vez de elegir las salidas fáciles y seguras, va para adelante y explicita a fondo todas las ramificaciones complejas.

Y lo hace desde el mismísimo arranque, porque Isabelita es una película que exprime al máximo sus escasos 71 minutos. Ya en los primeros cinco minutos, escuchamos a Singerman desplegar una catarata de barbaridades referidas al género masculino (“como a todos los hombres, hay que escucharlo de lejos, de cerca debe ser un imbécil”), pero siempre con una gracia inigualable. En el medio, también van surgiendo apuntes de todo tipo sobre las diferencias de clase, las distancias abismales entre los universos de los sectores adinerados y los más humildes, retratando un panorama socio-político que ya estaba caliente en ese momento y que acabaría por estallar cinco años después, con el ascenso del peronismo. Pero Romero era un vivo bárbaro: todo estaba ahí, latente, tras la fina máscara del humor, el drama romántico y las notables canciones, a un ritmo fenomenal que servía como notable vehículo de la acidez.

Algunos podrán decir que Isabelita, a la hora de resolver sus conflictos de clase y de género, terminaba siendo un tanto miedosa, porque proponía un tipo de reconciliación donde las diferencias sociales quedaban zanjadas y se avalaban las instituciones matrimoniales y familiares. Frente a esto, valen dos respuestas: la primera, que el tono ágil y divertido –aún en el medio de los desencuentros amorosos, con la pizza como leitmotiv– era una mera cobertura verosímil para enunciar el propio artificio de la historia; y la segunda, que antes que el mensaje, Romero siempre privilegió a los personajes y sus respectivas felicidades.

Isabelita es una película sobre gente que tiene un montón de diferencias entre sí, pero que coinciden en algo: la búsqueda de la felicidad propia y de los que quieren. Si los protagonistas pueden superar los abismos que los separan, es porque se quieren, desean ser felices y se dan cuenta que esa felicidad solo la hallan en el encuentro mutuo. Quizás Romero estaba hablando de una Argentina real, pero también de una Argentina posible. Y lo hacía con sutileza y cariño, retorciendo estereotipos y hablando de un presente que en ciertos aspectos se mantiene inalterable.

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