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Recapitulación de Twin Peaks: Parte 12

DULCE Y AMARGA SINFONÍA

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

El desarrollo narrativo de la tercera temporada funciona como una sinfonía. Tiene sus puntos calmos, otros cambiantes, arreglos y zonas de confort. Estos últimos capítulos han hecho avanzar como nunca las diversas tramas abiertas (todavía hoy) a un laberinto del que nunca sabemos si saldremos o seremos devorados por el minotauro lyncheano. No obstante, algunas hipótesis cobran más fuerza y una de ellas nos devuelve al útero materno: el pueblo arbolado y conocido como Twin Peaks. En efecto, a juzgar por las extrañas señas y actitudes de Diane, todo parece indicar que la cuestión se dirimiría en el idílico lugar de encantadoras pesadillas.

Pero comencemos por el principio. Let’s Rock es el título de este capítulo, una frase que los seguidores de la serie no pueden obviar y que funciona como resonancia de otros momentos antológicos. Uno de ellos pertenece a la primera temporada, cuando el enano bailarín se lo dice al Agente Cooper en la Habitación Roja. También es la expresión que el mismo Cooper encuentra en un auto a raíz de la desaparición del detective Chester Desmond en Fuego camina conmigo. Por ello, el hecho de que Diane las reitere en este capítulo, no parece ser un dato menor, sobre todo porque continúa intercambiando mensajes con el Cooper malvado y dando coordenadas sospechosas, mientras espera que la manden a Las Vegas. Lo que ella no sabe es que tanto Albert como Gordon están al tanto de ello. A propósito de los veteranos agentes, ya se han convertido en la dupla querible (otra con ribetes de comedia) de esta versión. Es genial verlos actuar, cómo se complementan e intercambian información mientras se toman un buen vino y brindan, en otra de las escenas surrealistas de la serie. Este momento es de vital importancia para la historia, dado que ambos caballeros confieren información exclusiva sobre la Rosa Azul, una misión que involucra al gobierno y a los extraterrestres (en un guiño paródico a X-Files), y que ahora comparten Diane como la otra mujer detective que los acompaña. A continuación, y para romper el supuesto tono solemne de la situación, asistimos a otro de los momentos cinematográficos antológicos, de esos que se filtran sin pudor en la TV y por los cuales muchos huyen. El gran Gordon Cole (un David Lynch dispuesto salvar la simpatía del Cooper legendario) coquetea con una hermosa joven francesa cuyo lenguaje se remite solo a los gestos mientras el pobre Albert (la otra pata de la dupla cómica) espera impaciente a que salga del departamento para revelar información confidencial. El estiramiento inusual del tiempo y las conexiones con el absurdo la transforman en una de las irritantes como celebratorias escenas típicas de esta temporada, pero al mismo tiempo son un puente hacia aquellos instantes también recordados de las emisiones del noventa.

En la línea de los retornos, eje estructural de esta tercera temporada, hay aquí dos que se destacan y que vuelven a instalar interrogantes. El primero de ellos concierne a la madre de Laura, Sarah Palmer, en un supermercado, con el rostro desencajado y el físico visiblemente avejentado, pero con unos enormes ojos azules (que ya Lynch se había comido con la cámara a través de extraños angulares en Inland Empire). Sarah está de compras y llena gran parte de su carrito con vodka. No es para menos. Estos veinticinco años debieron ser un infierno. Su colapso nervioso en el lugar y su posterior encierro habilitan algunos signos que, entonces, eran claves para comprobar la presencia/influencia de la Logia Negra. “Algo me está sucediendo, y no me siento bien”, dice Sarah, luego de reconocer una marca de un producto que le trae recuerdos nefastos y sufrir una especie de ataque de nervios. Más adelante, volvemos a ver el tradicional ventilador de techo (una de los premonitorios signos de que algo malo iba a suceder) y un intercambio verbal con Hawk que nos pone en sintonía con aquellos años.

El otro regreso esperado es el de Audrey. Sabíamos que había quedado en estado de coma luego de la explosión del banco al final de la segunda temporada, pero la expectativa era importante. Y allí surge nuevamente Lynch con sus ataques certeros al corazón de los melancólicos, un ataque doble, podría afirmarse. Primero, porque la Cherry Pie de las temporadas anteriores ahora se presenta, más allá del inimputable paso del tiempo, en una versión llamativa, cuyo doppelgänger deviene en la esposa de un hombre llamado Charles, poco dispuesto a ceder en un capricho que le impida terminar su trabajo a tiempo. Audrey necesita que haga una llamada importante para contactar a Bill (su príncipe azul perdido en algún lado y aludido en el séptimo episodio). Este intento revela que lo suyo con Charles va por el lado de un arreglo conveniente antes que una pareja consolidada. Segundo, porque toda la gracia y la fotogenia de Audrey se han convertido ahora en una figura insulsa que genera (como tantos personajes de Lynch) extrañamiento. Aparecen nombres que nunca escuchamos y que podrían inaugurar otras subtramas, pero nada concreto. Eso sí, algo cobra mayor ímpetu: el malvado Richard, ese demonio suelto en estado de violencia pura, podría ser su hijo, producto de la unión con Bill o con el Cooper malvado (si es que este irrumpió alguna vez en el hospital para violarla en una de los cabos sueltos que Lynch genera con sus famosas elipsis). La ambigüedad reina. En un momento, cuando Ben se entera por Truman de los asesinatos de Richard dice algo como “nunca tuvo un padre”; parece una justificación, pero en realidad es la excusa para que el personaje se despache con su propio Rosebud, una bicicleta que su padre le regaló de pequeño y que nunca pudo olvidar. Así de locas están las cosas en Twin Peaks. Por eso, no hay nada como una buena cerveza en el Bang Bang Bar y relajarse (¿?), cuna sagrada para cerrar la mayoría de los capítulos de esta dulce y amarga sinfonía.

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