No estás en la home
Funcinema

Hannibal o el triunfo de la máscara

Por Cristian Ariel Mangini

(@Masterzio84)

hannibalTomando distancia de lo que fue el final de la tercera temporada de Hannibal, que también (aparentemente) dio conclusión a la serie, uno puede definir los altibajos que el producto gestado por Bryan Fuller tuvo. Esto no deja de lado aspectos positivos que la hicieron una “rara avis” del mundo televisivo, más allá de que las expectativas no estaban demasiado altas por creerse que sólo reciclaría un material que ya fue adaptado al cine y parodiado hasta el hartazgo. Su estética sui generis -que le dio una identidad definida por una ambientación gótica y elegante- y un perverso juego del gato y el ratón con una fuerte impronta psicológica, fueron las armas de este show, que a pesar de su relativamente corta duración, tiene una amplia cantidad de seguidores que la elevaron a la categoría “de culto”, ganándose además el reconocimiento de buena parte de la prensa especializada. Y, por supuesto, imposible olvidarse del Hannibal Lecter de Mads Mikkelsen, cuando se creía que Anthony Hopkins había cerrado todo tipo de posibilidad de volver a interpretar el personaje.

Pero observemos un poco en perspectiva lo que este show ofreció a lo largo de sus tres temporadas. En primera instancia es muy difícil analizar lo que fue el arco narrativo de primera y segunda temporada, respecto a lo que fue la fragmentada tercera temporada. En particular, la primera temporada tenía mucho en común con series policiales de procedimiento, con el añadido del vínculo entre Hannibal y Will, que comenzaba a idearse desde la empatía de Will Graham por los asesinos seriales y el psiquiatra Lecter, que se encuentra precisamente en el lado opuesto del espectro. La progresión que finalmente lleva a Will a descubrir la naturaleza de Hannibal, sumado al retorcido vínculo con Abigail, construyen una dinámica de ajedrez donde el triunfo está en exponer las intenciones del otro. Aunque parezca una analogía un tanto forzada por tratarse de una serie de animación, en Death note –un animé que también tiene mucho de gótico y megalomanía- la dinámica por exponer al otro en un juego perverso de inteligencia que termina afectando al entorno, era también el encanto que llevaba a ver un capítulo tras otro, para finalmente averiguar cuál era el personaje que finalmente lograría acertar el tiro por elevación. La primera temporada también exigía desde un comienzo la suspensión del verosímil con frecuencia: los casos de los asesinos seriales que se sucedían episodio tras episodio requerían que no nos planteemos cómo diablos llegaban a cometer la elegante presentación de sus crímenes, desde un asesino que transformaba a sus víctimas en chelos hasta otro que las utilizaba a lo largo de décadas para hacer un majestuoso tótem de restos humanos. Sin lugar a dudas, no era imaginación lo que les faltaba.

La segunda temporada mantiene el mismo vigor y espíritu de la primera, profundizando en la retorcida relación de Will y Hannibal, permitiéndose incluso jugar con invertir el lugar que le toca a cada personaje. A pesar del giro que lleva a Graham tras las rejas al final de la primera temporada (el excelente capítulo Savoreux, dirigido por David Slade), mantiene la línea episódica del policial de procedimiento hasta que, como un torbellino, la relación caótica lleva al trágico y sangriento final de Mizumono, sin lugar a dudas el mejor capítulo de la serie en su conjunto. Es en esta segunda temporada donde se comienza a focalizar en la naturaleza de Hannibal, que no logra ser expuesto a pesar de los numerosos intentos de la policía una vez se dan cuenta de que metieron en prisión a la persona equivocada. Las imágenes macabras y pesadillescas que caracterizaban a la primera temporada vuelven y confirman la línea estética de la serie, no tan centrada en el “por qué” sino en el “cómo”, siendo su imaginario desde cuerpos humanos difuntos que conforman una especie de obra de arte, hasta el terrible destino que sufre el personaje de Beverly Katz a manos de Hannibal. Por otro lado, también presenta a los hermanos Verger, siendo el lunático Mason una pieza fundamental del devenir de la tercera temporada. También se presenta a la psiquiatra de Hannibal, Bedelia Du Maurier, interpretada por Gillian Anderson, uno de los pocos personajes que no se encuentran en el material original y que resultó un gran acierto de Fuller, en particular cuando se conoce su auténtica naturaleza al final de la tercera temporada.

La temporada final es donde se ve la mayor cantidad de riesgos narrativos y visuales, no siempre obteniendo buenos resultados, principalmente porque su estructura fragmentada y los hilos narrativos que se entrecruzan son más una consecuencia de conocerse que NBC había cancelado el show que de una decisión creativa. Sin embargo, la previsión de Fuller –que en numerosas declaraciones dio a entender que sabía que Hannibal era susceptible de ser cancelada en función de los números del rating, que no ayudaban en una canal de televisión abierta- lograron que, más allá de sus irregularidades, aparezca como una serie uniforme hasta el final de The wrath of the lamb, el épico último episodio. Dividida en dos, con su primera mitad destinada a abarcar los orígenes de Hannibal (adaptado del libro Hannibal-el origen del mal), entrecruzado con los eventos del último libro en la cronología (también titulado Hannibal), sumado a la propia mitología que traía el show en la dinámica entre Will y Hannibal; y con una segunda mitad volcada a adaptar El dragón rojo en su integridad, hay sin embargo un quiebre en la continuidad que puede resultar cuestionable.

En primera instancia, el show nunca se recupera del todo de la ruptura de la estructura episódica con asesinos seriales de distinta calaña poblando la pantalla, ya que no hay una progresión que lleve del policial de método al arco dramático que caracteriza a la tercera temporada. En el camino también se pierde mucho del sentido del humor (negro, obviamente) y el onirismo de la primera mitad no siempre acierta a la hora de dar una respuesta satisfactoria para cómo actúan los personajes, a menudo perdiéndose en sofisticadas líneas de diálogo que no tienen ningún tipo de verosímil. En particular, el personaje de Chiyoh Murasaki resulta confuso, con una resolución apresurada que nos deja deseando ver más sobre su origen y lo que la motiva. Pero como se mencionó en cada una de las críticas, se rescata la audacia en la presentación, una máscara macabra y llena de simbolismos que aciertan, eso sí, en representar al retorcido vinculo entre Hannibal y Will. Memorable es también el trabajo de Anderson, que a lo largo de estos episodios se mueve en una sutil línea que la define como una víctima no tan disconforme, sin embargo, con su destino. La respuesta de por qué, naturalmente, aparece en la segunda mitad dedicada a El dragón rojo.

Lo que ofrece la segunda mitad de la tercera temporada, que tiene un marco de episodios completamente distinto desde el mismo título (que en lugar de vincularse a la gastronomía lo hace a la obra de William Blake en la cual se inspira Thomas Harris para hacer su novela) y un eje narrativo mucho más directo, es cerrar no sólo el arco del personaje de Francis Dolarhyde, sino también el de los enigmas que se plantearon a lo largo de sus tres temporadas. El resultado es mixto aunque el cierre es épico y la actuación de Richard Armitage como Dolarhyde reluce y deja una marca tan fuerte como la de Hannibal entre los principales antagonistas de la serie. El tono experimental de la primera mitad, tanto en lo visual como en los diálogos, da lugar esta vez a una trama policial con numerosos giros, donde vuelven algunos de los climas que poblaron la primera temporada (incluido el retorno de los forenses Brian y Jimmy) y donde la exposición de lo que sucede es mucho más clara, en particular en el duelo entre Will y Hannibal. Ciertamente, esta segunda mitad también se enfrenta al problema de cómo se planteaba la serie originalmente: el énfasis puesto en el dragón rojo se justifica en cómo su ferocidad atraviesa el destino de Will y Hannibal, pero el morbo en la presentación de sus crímenes tiene poco que ver con los lunáticos de la primera y segunda temporada. Por decirlo de otra forma: en el mundo de la obra literaria de la cual viene Hannibal, la aparición de Dolarhyde era realmente excepcional, pero en el mundo de la serie televisiva es una criatura más de los tantos asesinos seriales que poblaron la pantalla; el verosímil y la lógica interna de la serie nos pide –tácitamente- la suspensión de la incredulidad ante las reglas que planteaba la misma serie originalmente. Independientemente de ello, la batalla final sigue siendo uno de los segmentos más bellos de la serie, con los rasgos visuales que definieron al show: coreografías cuidadas, la cámara lenta, secuencias de acción que fluyen naturalmente y colores que dan un clima gótico a cada plano, incluso permitiéndose el romanticismo de un acantilado para resolver el final. Sin embargo, el cierre descuida al personaje de Jack Crawford, cuya transformación a lo largo de la serie ameritaba una resolución menos dispersa.

Con todos sus pros y contras a cuestas, ha pasado una de las series más extrañas y originales de la televisión, inesperadamente por la forma en que se gestó y con rasgos visuales que la han convertido en uno de los shows más resonantes de los últimos años, mientras aún continúa el suspenso de si existirá algún tipo de continuación.

Comentarios

comentarios

Comments are closed.