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Charly García en el Estadio Polideportivo

Déjalo que suba

Por Guillermo Colantonio // foto archivo (oirmortales.infonews.com)

charly garciaEn Rolling Stoned, Andrew Loog Oldham (primer manager de la eterna banda y un tipo de avanzada para los sesenta) escribe: “Así como uno puede comprar un traje listo para usar o uno a medida, el rock & roll ofrece dos clases de estrellato: el barato, sacado del mostrador y descartable, o el costoso, hecho a medida, verdadero y durable. Sólo aquellos dotados de la elocuencia de la canción o del divino maná caído directamente de las oficinas de Dios tienen la oportunidad de construir una carrera de años.” (P.106)

Casualmente (o no tanto), Andrew y Charly García se encontraron hace ya un tiempo para darle forma a Kill Gil, un disco problemático.

Luego de ver el recital ofrecido el sábado con su banda The Prostitution presentando The twilight zone en el Estadio Polideportivo, volví sobre la frase de Oldham y no dudé un instante sobre el lugar que ocupa García como músico: él, como todos los grandes, vino, sobrevivió, se destruyó y resucitó; en todo este periplo, siempre lo más importante fueron sus canciones. Más allá de sus menesteres mediáticos y de la cantidad de intérpretes de sus acciones, de sus vaivenes con la voz (signo casi trágico de deterioro), allí están las letras y las melodías que marcaron a tantos y que continúan emocionando al escucharlas. Charly se reinventa constantemente y para ello brindó un concierto memorable (pese a la dificultosa acústica del lugar) cuyo signo relevante fue la gran dosis de música sinfónica aportada desde una puesta en escena mayormente cálida e intimista. A la banda habitual se le sumaron (y para bien) Fernando Samalea (bandoneón, xilófono y percusión) y un trío de cuerdas que distinguió aquellos momentos altos del show donde la adrenalina de los hits propicios para el verano (Demoliendo hoteles, Cerca de la revolución, Tu vicio, Rezo por vos, Fanky, entre otros) fue contrarrestada prolija y delicadamente por un repertorio notable de temas no tan usuales de la época de La máquina y de Serú (Marilyn, la cenicienta y las mujeres, Veinte trajes verdes). Al ritmo de una batuta (esto es literal), Charly dirigió los diversos climas de forma magistral y sin perder un dejo de ironía en sus mordaces comentarios. Si existe un concierto que evidencia claramente lo que ama la música sinfónica de los setenta, este es un buen ejemplo. Aún en canciones desenfadadas como Rock and Roll yo, hay un momento de calma, para que no nos olvidemos de ello. Como bien apuntó un amigo luego, se trató, en este sentido, de un homenaje a los instrumentos acústicos y una suerte de revancha contra los teclados, dados los arreglos de metalófono y violines, todos con los instrumentos originales, hecho que lo llevó a decir algo así como “con tanta cantidad de músicos pierdo plata pero la paso genial”.

Además, estuvieron las otras: Canción de 2×3, Ojos de videotape, Promesas sobre el bidet, Pasajera en trance y Eiti Leda, más dos terribles versiones de Los dinosaurios (casi punk por momentos) y Yendo de la cama al living, y la grata inclusión de Anhedonia, para completar una noche redonda por donde se la escuche.

Tampoco faltaron los pasajes bizarros y surrealistas: una introducción en pantalla donde se revive una conversación por teléfono con Marilyn Manson y un intervalo donde se proyectó El perro andaluz de Luis Buñuel mientras se oía recitar a Graciela Borges fragmentos de las letras del propio Charly (¡!).

En otra gran canción incluida, El amor espera, se lee en una estrofa: “Yo hago el muerto/Para ver quién me llora, para ver quién me ha usado/Yo me hago el diablo porque sabe más por viejo que lo que aprende del diablo”. Si es que existen núcleos de sentido en la obra de un artista, este expresa una buena parte de lo que ha sido hasta ahora la carrera de García, tanto en sus actos como en su lírica. Las diversas declaraciones (algunas desopilantes) del último sábado también lo demuestran: el viejo zorro está intacto. Se puede jactar de lo que ha compuesto, de lo que ha escuchado y de lo que le han robado: “Cuando yo empecé a usar estas maquinitas, nadie las utilizaba, después las usaron todos” (mientras sonaba la introducción de Nos siguen pegando abajo (pecado mortal).

En definitiva, dos horas y pico de una solidez pocas veces vista y disfrutada en un contexto general donde el rock como espectáculo parece no ceder en su contagio con el fútbol. Esta vez, el público eligió escuchar.

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