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Juventud sin juventud

Frankenstein sin Frankenstein

Por Mex Faliero

Démosle la derecha en una cosa a Juventud sin juventud, la última película de Francis Ford Coppola estrenada en la Argentina -la última última es Tetro, ya vista y vilipendiada por ahí-: la proyección en dvd que tuvimos la desgracia de ver no le hace honor al trabajo visual, por donde pasan algunas de las claves del film. Convengamos también que lo visual es sólo eso, al menos en un film que supone estar diciendo cosas importantes sobre la relación entre el ser humano y el tiempo, el que transcurre y el que le toca vivir. Es decir, lo visual es relevante para el espectáculo, pero no en el orden que le da sentido a la historia: la falla principal en Juventud sin juventud es el escaso interés que reporta su visión.

Después de todo, la calidad mínima del dvd que vimos en el cine le permite a la película ser repensada desde otro lugar. Cómo Coppola, un indiscutido de otros tiempos, construye un relato en el que lo visual termina siendo su único justificativo: y esto es así porque en la imagen Coppola deposita sentidos. Y ese sentido, en Juventud sin juventud, tiene una clara intencionalidad: intentar que Coppola vuelva a la senda grande, esa que parece haber abandonado para siempre con su adaptación de Drácula, su última gran película y de la que ya pasaron 17 años.

Adaptando una novela del rumano Mircea Eliade, Coppola narra la historia de Dominic (Tim Roth), un anciano lingüista a punto de suicidarse que es alcanzado por un rayo, situación que lo hace ingresar en un universo fantástico: a partir de allí comenzará a rejuvenecer y a intentar recuperar un viejo amor truncado. Lo maravilloso, insertado en lo cotidiano, se reduce a ese mínimo gesto en el film: a partir de entonces Juventud sin juventud vagará sin rumbo, sólo siendo atendible por las imágenes que crea el director, como mensajes cifrados en una botella que aprisiona al cine hasta el mínimo exponente. Todo no parece más que una excusa: poco importa lo que le pasa a Dominic. El film está contado con tal morosidad y solemnidad que convoca al sopor.

El tiempo es un tema recurrente en Coppola, de hecho ya ha jugado con él como algo fantástico en Jack. Pero mayormente lo que le preocupa es cómo el tiempo, tanto tramo que transcurre como época, impacta en el hombre: como en Tucker, como en El padrino, Dominic es alguien presa de su tiempo: en este caso, fundamentalmente, el nazismo que lo persigue como una sombra. Quiere aprehender viejos lenguajes como una forma de exorcizar y tal vez llegar a su amor pasado. El film entiende al amor fracasado como una forma ontológica: símbolos, rasgos, gestos, que nos dicen cosas y sirven para indagar. El problema es que los símbolos de la película es más lo que nos dicen sobre el autor que sobre los personajes. Juventud sin juventud es un remixado de un Coppola que se siente que ha perdido su espacio en el cine actual y tira pistas para que se lo reconozca.

Símbolos hay varios: la iluminación juega al film noir, como en Cotton Club, de hecho la aparición del nazismo no es otra cosa que una reflexión genérica más que algo significante del relato; el amor trágico a través de los tiempos es una idea romántica cercana al Drácula de Mary Shelley; una rosa roja funcionará en espejo con aquel pececito de Los dueños de la calle; hasta Dominic intentará despegarse de su destino como el Michael de El padrino. Demasiadas autorreferencias que caen en un saco roto y que, además, demuestran que Coppola, de quien uno puede agradecer que haga un cine personal y jugado al margen de la industria, no se hace cargo de que su figura ya dejó de ser referencia: mientras la generación del 70 sigue filmando con gran intensidad, Coppola parece hoy más un mito maltrecho. ¿Cómo, si no, se entiende que un estreno del autor de películas como El padrino, La conversación, Apocalisis Now pase hoy totalmente desapercibido y no le interese a nadie? Y no le echemos la culpa de todo al público.

Hablábamos de las referencias y las autocitas. La más simbólica en Juventud sin juventud es aquella que habla de nazis experimentando con lobos. Como si de un doctor Víctor Frankenstein con esvásticas se tratase. Y es simbólica porque Coppola produjo una versión de Frankenstein, bastante malograda y dirigida por Keneth Branagh, como un intento de repetir el éxito obtenido con Drácula. El pastiche de Branagh, que contaba con un De Niro insostenible, en mucho se parece a esta Juventud sin juventud. Lo diferente es que aquí sí Coppola se puso tras las cámaras. En aquella oportunidad el espíritu mercachifle le hizo perder el centro, aquí lo hizo la necesidad de volver -por más que lo niegue- al panteón de las grandes obras. Cuando un artista se olvida del arte, lo que queda es sólo su ego.

Y básicamente Juventud sin juventud, para ser más cristalinos, es el mundo de Francis Ford Coppola cual Frankenstein. Pedazos de cine pegados con otros pedazos, referencias cosidas sin sentido, carne muerta cinematográfica ilusionada con tomar vida. Así Coppola olvidó lo que siempre fue: un autor capaz de retomar el Hollywood del gran espectáculo y reflexionar sobre los géneros, sobre el cine, sobre su país y el vínculo con el espectador. Juventud sin juventud no puede reflexionar porque no puede conectar con el espectador. En todo caso es un experimento fallido, que afortunadamente no ha creado ningún monstruo del que la historia del cine deba arrepentirse más adelante. Es apenas una película intrascendente que sirve para comprobar que el tiempo de Francis Ford Coppola ha pasado hace ya mucho y recuperar lo perdido se hace imposible. Tal vez la única verdad que aporta en su melancólico final este sopor de 124 minutos.

3 puntos

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