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Funcinema

Shara

El sabor del cine destilado

Por Juan Francisco Gacitua


10 puntos


En Shara, Kawase busca, persigue, se acerca, se aleja, mira para otro lado, y finalmente encuentra la pata que faltaba: cualquier cercanía al costumbrismo de Ozu, al homenaje a ese costumbrismo de Hou Hsiao-hsien, a la inmovilidad del clima de Tsai Ming-Liang, o al exotismo de Kim Ki-Duk termina siendo neutralizado. Así, lejos de la expectativa de los ignorantes y los escépticos, la película es menos cerrada y excluyente que disfrutable en varios niveles.

La historia comienza con la desaparición de Kei, que corría con su hermano Shun por las calles de Nara. A lo largo del metraje, su familia recibirá la noticia del hallazgo de su cadáver; Yu, la amigovia de Shun, se enterará de que es adoptada, y la madre de Shun dará a luz hacia el final. Estos elementos, vectores principales para cualquier otro director, en este caso no resultan accesorios, pero reciben el mismo tratamiento que los insterticios, y la tensión dramática simplemente deja de existir. Contemplación, te lo presento: un público maleducado. Así mismo, cuando en todos los casos la ecuación conduce, indefectiblemente, a un ejercicio de disfrute de momentos dolorosos para los protagonistas, resultará imposible para el espectador poder inmiscuirse en lo sucedido para elaborar un juicio despreocupado, o de superioridad. Un personaje como Taku, el padre de Shun, es el mejor ejemplo, manejando con sensibilidad y entereza los peores momentos, y descargando su euforia en el festival que organiza (mención aparte a esa secuencia en el próximo párrafo), sin demostrarlo torpemente, ni perdiendo su esencia cultural. Una buena manera de mandar al carajo al prototipo del asiático solemne, irracional y psicótico que tantas películas (orientales y occidentales) se encargaron de construir.

Inmensamente realista, el guión y sus vueltas evitan profundizar cualquier faceta de la vida: los personajes atraviesan momentos negativos y positivos, pero ninguno será el definitivo, la familia de Shun atraviesa momentos turbulentos, pero logran unirse y superarlos sin que tengamos que involucrarnos emotivamente en el proceso, o en su resultado. Tomemos la secuencia ya nombrada del festival: bajo una lluvia torrencial, Taku y Shun largan la vigilancia del público y se unen a la danza que lidera Yu, desahogándose, como decía. La cámara juega con los focos de las gotas y los rostros, las sonrisas entre Yu y su madre, o entre Shun y su padre; troza los cuerpos en brazos y piernas, y vuelve al plano general, confluyendo con el repetitivo canto, y construyendo una escena arrolladora para los sentidos. Lo que puede ser un cierre perfecto es desechado para continuar contando. La vida continúa, en nuestra realidad, pero por primera vez en mucho tiempo lo hace en las películas.

A falta de música incidental, los sonidos salen a la cancha a hipnotizar. El poco diálogo en las escenas “cumbre” deja lugar a las onomatopeyas y los golpes de campana, que acentúan los efectos de una cámara que, más de mano, es de cuerpo, y rebota sin pudor por correr detrás de los personajes, pero llevándose en el camino unas hermosas fotos del entorno.

Tiene técnica, argumento, climas y belleza en la imagen: no nos engañan más, el cine de Shara es un cine popular.

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