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Una guerra de película

La teoría del caos

Por Mex Faliero

Siempre me viene a la mente una frase del crítico Santiago García que dice que una comedia, si no atenta contra las estructuras y no critica a las instituciones, no tiene una función trascendente. Es la risa el único remedio posible contra el absurdo del poder. Quitarle su importancia y desvestirlo de toda solemnidad para dejarlo desnudo e impotente. Por eso causa escozor el Joker de El caballero de la noche. Cuanto más poder ejercés sobre él, más descubre tu punto débil. Es la representación del caos. Y un poco así es la comedia desde siempre: desde los tiempos mudos que ponían a un tipo frágil (Keaton, Chaplin) a pelear contra un fornido, con la screwball comedy que inauguraba a la mujer en un rol fuerte en ¡la década del 30! y por qué no las buenas películas que hacía el grupo ZAZ en los 80’s burlándose de la dictadura de los géneros, poniendo en evidencia todas sus mecanismos y mañas. Qué duda cabe que una comedia bien hecha es el disfrute total. No hay género que lo supere.

Por cierto que después está lo que las comedias hacen con esa crítica. Están las que avanzan y doblan el codo para mantener el status quo (Belleza americana… ¡ejem!) y las que van a fondo y se llevan todo por delante. Una guerra de película pertenece orgullosamente a ese segundo escalafón. Un film con figuras, puro mainstream, con alto presupuesto, ambicioso, pero que tiene una postura de confrontación constante, que no le teme al humor salvaje que puede agredir estómagos sensibles y que se construye como una cima dentro de la comedia moderna hollywoodense, esa que comenzó en los 90’s con El mundo según Wayne y los primeros filmes de Adam Sandler. Es sencillamente una obra maestra.

La cuarta película de Ben Stiller tiene la energía de una tromba. Es el caos sobre el caos representado de manera caótica. Es pura energía. Su molde es Apocalipsis Now (rodaje caótico si los hubo en Hollywood) y su forma de reproducirlo es con un grupo humano de actores desbordados y sin control. El film, de igual manera, esboza, traza, se orienta y desorienta continuamente, al igual que los falsos soldados que la habitan. Forma y fondo coinciden alegremente. Y si alguien la señala con el dedo, se cagará de risa. El orden es control y en su desorden radica la elegancia de su estilo. Tiene que ser así, no hay otra forma.

En Una guerra de película un trío de actores intenta dar un nuevo paso en sus carreras. Stiller es Tugg Speedman, un típico héroe de acción que viene de protagonizar un fracaso sobre un deficiente mental; Robert Downey Jr. (¡el Oscar yaaaaaaaa!) es Kirk Lazarus, un actor de método ganador de varios premios, un ego andante capaz de tirar frases como “yo no leo el guión, el guión me lee a mí”; y Jack Black es Jeff Portnoy, un comediante adicto y pedorreto que viene de hacer un film en el que interpreta a varios personajes obesos (sí, Eddie Murphy agradecido) que se tiran pedos. Esta gente está en medio de la selva comandada por un director inoperante que sólo sabe gritar cuando se sale de control (Steve Coogan) y supervisada por un veterano de guerra que fue el autor del libro en el que se basa el film (Nick Nolte).

Pero todo se va de madres, el proyecto está a punto de fracasar y al veterano se le ocurre una idea: meter a ese grupo de neuróticos en la selva real, allí cerca de guerrilleros de verdad, sin que lo sepan. Y allí van. Stiller demuestra aquí tener la suficiente inteligencia como para no basar su film en un solo chiste (que los muchachos crean que es todo una ficción) y esa premisa se descarta inmediatamente para pasar a hablar de lo que sí importa: Hollywood, sus vicios, sus clisés, su corrección política, su vulgaridad, su maquinaria infernal que usa y desecha. Una guerra de película es cine dentro del cine. Y más.

Esa inteligencia está puesta en otros aspectos del film. Stiller construye un relato de varias caras, de las cuales la menos interesante es la principal, la superficial. A esa premisa descartada casi al instante, se suma por ejemplo la de la película de pedos con Black, cuyo chiste radica no en el pedo mismo sino en poder ver detrás de ese tipo de comedias y la ridiculez reiterativa que las sostiene; detrás del discapacitado mental Simple Jack hay una mirada rabiosa contra la corrección política en Hollywood. Una guerra de película es varias a la vez y todas son interesantes.

Stiller no es mi favorito dentro de la comedia moderna norteamericana (allí están, inmaculados, Will Ferrell, Steve Carell y el viejo Sandler), pero no se puede dejar de reconocer que ha sabido manejarse de una manera que los otros no. Su presencia ha sido más masiva, llegando con éxito a otros públicos (su humor tiene algo universal) y supo traficar un poco de su ideario neurótico-tóxico en productos normalizados como La familia de mi novia con singular efectividad (hay gags y situaciones de ese film que trascienden la corrección de la comedia romántica). Sin embargo a la hora de mostrar un personaje maduro y responsable, por ejemplo Una noche en el museo, no abusó de la estupidez como el Sandler de Clic. De todas maneras el Stiller actor más interesante aparece en Dodgeball. Y el más interesante aún es el que se pone detrás de cámaras. Particularmente me gusta más El insoportable que Zoolander, aquella comedia que tomó a Jim Carrey en su cima de popularidad y lo metió en una película oscura, retorcida, perversa y sumamente melancólica. Claro, fue un fracaso.

Posiblemente el Stiller director haya aprendido la lección. Y si bien la oscuridad está bien, sólo es soportable para el espectador moderno en tres vertientes: 1) la cool estética a lo Tim Burton. 2) la canchera y cínica a lo Nolan. 3) la que se transfiere, irónicamente, a través de la luminosidad (esta funciona porque no se la entiende). Zoolander fue un mejor molde -hablamos de popularidad y efectividad- para sus ideas sobre el mundo y además captó la esencia de la ternura de sus personajes. Ternura que detrás de su patetismo esconden Speedman, Lazarus y Portnoy. Y que costaba ver en los personajes de la excesivamente pesimista El insoportable.

Una guerra de película es un film luminoso. Luminoso porque tiene ideas, porque esas ideas son puestas en movimiento con inusitada lucidez y porque esa lucidez es una mirada terrible contra el propio sistema de producción de películas que es transmitido con virulencia pero también amabilidad y humor. Y lo que sorprende al verla es el nivel de ambición del proyecto. El fotógrafo es John Toll, el coguionista es el actor lynchiano Justin Theroux, señas de que esto va muy en serio. Seña de que estamos ante un elemento extraño dentro de una cinematografía que se define por la normalidad y la repetición.

La oscuridad señalada en El insoportable y la mirada cariñosa a lo burlado en Zoolander -ambas en el fondo eran críticas poderosas contra los medios de comunicación y la construcción de referentes sociales- confluyen de manera acertada aquí y se potencian en, sí, el único personaje desagradable, Les Grossman, el productor de la película dentro de la película a cargo de… ¡Tom Cruise! Cuando Speedman, perdido en la selva, sea tomado de rehén por un grupo de traficantes asiáticos, Grossman dirá: “nosotros no negociamos con terroristas”. Grossman es Bush, es el hombre que mira la entrega de los Oscar’s desde las sombras celebrando la consumación de un nuevo orden. Las escenas que lo tienen como protagonista están construidas como esos thrillers políticos de Jerry Bruckheimer, su despacho es un bunker militar, sus órdenes (“¡una Coca Light!”, grita a su asistente) las de un sargento. No es ingenuo entonces que el film termine con él. Sutilmente, Stiller nos indica qué es lo que quiere decir.

Decididamente tratar de resumir Una guerra de película llevaría horas. Son tantos los temas que abarca y las cosas que se carga. Se lleva consigo formas y fondos de Hollywood. Es puro cine. Lo absorbe, lo emula y lo reconstruye. En su vorágine se carga a los rallentis, a la música sensiblera, a los clichés del género bélico, a los actores que viven de la publicidad, a los que se creen que son más que el personaje, a los que no pueden despegarse del éxito reiterado y de sus adicciones, a los héroes de acción que pretenden ser algo más, a la corrección política, a las historias basadas en hechos reales, al ecologismo y los actores bienpensantes que se suman a campañas pelotudas, a los fanáticos de los efectos especiales que esconden un peligroso militarismo, a los falsos héroes, a los premios (la teoría sobre las películas con deficientes mentales es alucinante). Y hay más, mucho más. Pero si todo funciona es porque Stiller no se queda en la autoreferencia, sino que lo transmite a partir de una artillería de chistes y de líneas de diálogo inteligentes que tiene autonomía.

Habrá quienes la señalen de despareja, quienes digan que es demasiado caótica. Posiblemente. Pero a quién le importa cuando la crítica es perfecta, la sátira funciona a las mil maravillas y todo lo que se quiere decir se dice sin vueltas y con gran lucidez. Hay que animarse a algunos chistes a los que se anima Stiller y salir ganancioso. Claro, pero “es Stiller”, dice usted, que las tiene todas ganadas. Sí. Pero acaso ¿alguien se había animado a tanto? ¿Alguien había llevado la comedia al corazón de las tinieblas y vuelto para contarlo? Convengamos, Stiller tenía más para perder que para ganar. Una guerra de película es el Joker de Ledger hecho film. Mira al mainstream a la cara y se le caga de risa sabiendo que no hay nada que le pueda hacer porque él ya está del otro lado. El caos fue instalado, sólo falta que se disemine a fuerza de las sonoras e inteligentes carcajadas que despierta este clásico instantáneo. Demos gracias entonces por ser contemporáneos de un grupo de comediantes imprescindibles que entienden el mundo, entienden el cine, lo critican pero lo miman.

10 puntos

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