PROTO-ALLEN Y PROTO-KEATON
Por Mex Faliero
Se nos fue Diane Keaton, la mejor musa de Woody Allen. Y decir eso es decir que se fue una de las mejores actrices cómicas de todos los tiempos. Sólo alcanzaría con el puñado de films que hicieron juntos para comprobarlo, tan potentes que ni siquiera pueden empañarlos la larga hilera de comedias torpes, feas, indignas que la actriz filmó en las últimas dos décadas en las que se entregó sin culpas a películas geriátricas pensadas como placer culpable. Obviamente que si pensamos en Keaton y Allen pensamos enseguida en Dos extraños amantes, que es la que creó cierta iconicidad representativa de lo woodyallenesco y de lo keatoniano, pero también estaría bueno pensar en Un misterioso asesinato en Manhattan, la última película que los unió, y que es una comedia chispeante y de una felicidad tan grande que merece ya mismo un lugar en el olimpo del director. Sin embargo, antes que Dos extraños amantes hubo una película que anticipó mucho de lo que vendría y se llamó por estos lares como Sueños de un seductor.
Estrenada en 1972, cuando Allen era recién reconocido por Bananas y Robó, huyó y lo pescaron, esta película dirigida por Herbert Ross lleva en cada plano la marca en el orillo de lo que sería el cine posterior del actor. Sueños de un seductor está basada en una obra de teatro del propio Allen, que sigue al típico neurótico perdedor, un hombre que acaba de divorciarse, un cinéfilo empedernido que se anima a vivir aventuras sólo en el cine, que tiene charlas surrealistas con Humphrey Bogart en versión noir (a quien admira y tiene como ejemplo a seguir, en una burla a cierta masculinidad brutal) y que comienza a tener frustradas citas con diversas chicas que le acercan sus amigos Dick (Tony Roberts) y Linda (Keaton). Si Bananas y Robó, huyó y lo pescaron son dos películas tan ocurrentes y llenas de grandes chistes, como desparejas y confusas narrativamente, Sueños de un seductor mantiene un poco ese caos propio de la mirada vitriólica de Allen, pero sumándole reflexiones tan divertidas como complejas sobre la condición humana, las relaciones sentimentales y el sexo, sumando además una puesta en escena que se volvería marca en el orillo: la película es de Ross, pero indudablemente la presencia de Allen fue de gran influencia. Ross, más experimentado en la dirección, y con algún éxito ya como Adiós, Mr. Chips, tendría el talento para estructurar ese imaginario y darle un sentido ético en la forma de filmar esos diálogos hilarantes e ingeniosos de Allen. En Sueños de un seductor convivían alegremente el humorista capaz de citar a filósofos e intelectuales y el que podía apelar al humor físico más tonto, como esa hilarante secuencia en la que destroza su departamento por los nervios que les genera la presencia de un interés romántico.
Todavía faltaban La última noche de Boris Grushenko, El dormilón y Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo…, hasta que en 1977 Allen finalmente estrenó Dos extraños amantes, la película que lo cambiaría todo y la que lo convertiría en un autor respetado más allá de ser un comediante probado y exitoso. Fue Dos extraños amantes, película que -según reconoció el director- se desvió de su origen y se convirtió en un vehículo para Keaton (tanto es así que le permitió ganar su primer y único Oscar). Pero viendo en retrospectiva Sueños de un seductor, es imposible no pensar en este film como un prototipo de lo que luego sería también ese concepto que representó la actriz en las comedias de Allen, con sus trajes, sus corbatas, sus sombreros, su languidez robada de la Nouvelle Vague pero atravesada por la chispa de la screwball comedy norteamericana, su intelectualidad y su capacidad para el guiño pop. Tal vez por no estar dirigida por el propio Allen, Sueños de un seductor no es una película tan citada cuando se piensa en la carrera de ambos, pero es sin lugar a duda un borrador feliz de todo lo que vendría. Y, digámoslo, como borrador es formidable.
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