LAS FORMAS DE LA COMEDIA
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
A principios de los setenta, Woody Allen todavía estaba desarrollando un estilo propio, con una búsqueda claramente asentada en la comedia, en particular la paródica y la satírica. Por caso, Bananas (1971) y Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo… (1972) mostraban a un realizador que aún estaba aprendiendo a dominar las herramientas cinematográficas, a pesar de ya desplegar un montón de ideas visuales y temáticas, con un nivel de atrevimiento inusual y políticamente incorrecto. La última noche de Boris Grushenko es un cierre cronológico (después vendría Dos extraños amantes, un giro radical en su filmografía) y estética de esta etapa, en el que ya se veía a un cineasta con todas las letras, un autor con una impronta ya definida y que ya se preparaba para inaugurar otra.
Ver La última noche de Boris Grushenko es como zambullirse en una enciclopedia de la comedia, como si Allen nos expusiera todo su conocimiento y marco referencial, en parte de manera deliberada, pero también casi instintiva. Lo obvio era la parodia a la literatura rusa y las tragedias bélicas, con Allen como Boris, ese hombre torpe e inseguro que se convierte en un héroe accidental durante la invasión francesa de principios del Siglo XIX y que termina conspirando junto a su amada, Sonja (Diane Keaton), para asesinar a Napoleón. Allí es donde se ve el diálogo con otras expresiones paródicas, como el cine de Mel Brooks o un film -sobrevalorado, por cierto, como casi todo lo de Stanley Kubrick- como Dr. Insólito. Pero Allen también se permitía tomar prestada la corporalidad al servicio de la narración de Charles Chaplin; la fisicidad como sostén de la puesta en escena de Buster Keaton; los diálogos veloces y las situaciones insólitas de la screwball comedy; la fusión de lo literal con lo metafórico de los Hermanos Marx; e incluso la autoconsciencia formal de algunos relatos de la Nouvelle Vague, por mencionar solo algunas referencias. Había de todo y para todos en una película que nunca paraba.
Aunque La última noche de Boris Grushenko no se quedaba ahí: ya Allen atrevía a repensar y homenajear a Ingmar Bergman desde la comedia, tanto en lo visual como en las disquisiciones filosóficas y debates éticos. Y desde ahí es que aprovechaba para burlarse un poco de la intelectualidad progresista (y snob) de ese momento, sin dejar de hacerse cargo de que él mismo era parte de ese sector. Ya, desde muy temprano en su cine, Allen terminaba de definirse como su propio antihéroe, como un creador que era capaz de detener la narración para mirar a cámara y exponer, a viva voz, sus defectos, dudas e inseguridades. Lo hacía ya con tal desparpajo, que ese show de imperfección terminaba creando empatía e interpelando la propia experiencia del espectador.
Con La última noche de Boris Grushenko, Allen completaba el diseño de él mismo como personaje que ejercía de vehículo para la parodia y la sátira, además de la exposición de los artificios genéricos. Faltaba el salto de ese personaje, de esa versión meta e hiperbólica de sí mismo, a la esfera más íntima y concreta, al realismo urbano y contemporáneo. Ahí es donde Allen prácticamente inventaría la comedia neoyorquina y nos mostraría su veta más neurótica. Pero eso llegaría con Dos extraños amantes, que fue su consagración con el público, la crítica y los premios. Aunque antes, en La última noche de Boris Grushenko, ya podíamos intuir a ese Allen que solo quería huir hacia su ombligo, a pesar de que el mundo a su alrededor lo arrastraría inevitablemente a una eterna incomodidad.
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