
ODA A LA INESTABILIDAD
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Se nos fue Richard Chamberlain, un actor para que unas cuantas generaciones quedará siempre asociado a un par de miniseries emblemáticas de los ochenta (y repetidas por diferentes medios en las décadas siguientes) como fueron Shogun y El pájaro canta hasta morir, además de la serie Dr. Kildare, que también cosechó un éxito significativo en la primera parte de los sesenta. Pero lo cierto es que Chamberlain también tuvo una filmografía considerable, con varias películas destacables, en especial durante los setenta. Entre ellas está La última ola, el tercer film del australiano Peter Weir y que terminó de ponerlo en la consideración global, comenzando a allanar su llegada a Hollywood, que se concretaría en los ochenta.
Se puede pensar a La última ola como una versión más extendida y ambiciosa de Picnic en las rocas colgantes, su film anterior y el que lo puso en el mapa. Si aquella película construía un relato cimentado en un enigma que finalmente no tenía respuesta, afectando la percepción, expectativas y sensibilidad del espectador, en este film de 1977 Weir potenciaba la extrañeza y el desconcierto, mientras se acercaba progresivamente a lo apocalíptico. Lo hacía desde una estructura aparentemente lineal, centrada en David Burton (Chamberlain), un abogado al cual le encargan defender a un grupo de aborígenes acusados de un asesinato aparentemente ritual (a pesar de que su experiencia no está en el ámbito penal, sino en el impositivo) y que en el proceso va descubriendo verdades perturbadoras no solo sobre el caso, sino también sobre su propia persona y su rol en todo el asunto. Lo perturbador es precisamente la clave, la sensación de inestabilidad constante, incluso de no escapatoria, que no solo afecta al protagonista, sino a todo el entorno -íntimo, familiar, social- que lo rodea.
Esa atmósfera tensa y enrevesada está presente en La última ola desde el mismísimo comienzo, incluso antes de que conozcamos a Burton, con una serie de acontecimientos climáticos totalmente fuera de norma, que anticipan lo que vendrá después. Pero Weir no se conformaba con presentar una naturaleza que iba configurando un espacio definitivamente hostil -algo que ya estaba plenamente en Picnic en las rocas colgantes-, sino que introducía otros factores de inestabilidad. El primero relacionado con lo cultural, con ese hombre blanco que se ve apabullado por la simbología aborigen, cargada de significados en parte ajenos y desconcertantes, aunque al mismo tiempo capaces de conectar con su fibra más íntima. El segundo con lo onírico, con una intrincada red de imágenes que va diluyendo en el protagonista la percepción de los límites entre la realidad y el campo de los sueños. El imaginario de La última ola es, de principio a fin, líquido, casi inasible, hasta asimilarse con la angustia que padece Burton, que va tomando consciencia de que es parte de una cadena de acontecimientos que lo incluyen y superan a la vez. Y eso queda muy claro -aunque a la vez sume desconcierto y estupor- en un final que bordea lo terrorífico y abismal.
En un punto, La última ola es una oda a la inestabilidad, una invitación a dejarse llevar por la falta de respuestas concretas, pero también por la otredad, por un zambullirse en lenguajes y eventos desconocidos, o por lo menos sin explicaciones fácilmente asimilables. Se podrá decir que la filmografía posterior de Weir aminoró estas tonalidades, aunque lo cierto es que el cineasta nunca dejó de lado esa vocación por retratar choques de percepciones, o incluso esquemas de pensamiento que se ven puestos en crisis cuando conectan con otras culturas o esquemas discursivos. En ese sentido, Burton es un antecedente del John Book de Testigo en peligro o el Truman Burbank de The Truman Show. A ese abogado arrastrado por las circunstancias de un mundo derrumbándose a su alrededor, Chamberlain le ponía la expresión justa de estupor, evidenciando una capacidad actoral capaz de combinar el carisma con la fragilidad.
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