
GENTE HERIDA
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Si la comparamos con lo que vendría después -la épica bochinchera que fue Corazón valiente, la estampita sanguinolenta de La pasión de Cristo, la aventura entre irritante y fascinante que fue Apocalypto, el belicismo alocado y romántico de Hasta el último hombre-, El hombre sin rostro no parece una película de Mel Gibson. Un drama pequeño e íntimo, de aprendizaje y crecimiento, que fluye casi como un río a pesar de sus giros argumentales y que se ubica lejos de los rasgos polémicos que manifestaría la filmografía posterior de un artista que como director se especializó en sacudir al público y la crítica desde la forma y el contenido. Y, sin embargo, cuando se la analiza un poco en profundidad, se ve el germen de su cine ya desplegado, todavía no consolidado, pero aguardando a explotar de forma definitiva un par de años después.
El relato, situado en 1968 y basado en una novela de Isabelle Holland, tiene un aire al Stephen King de Cuenta conmigo, aunque con una mirada menos grupal y más focalizada en el cruce de miradas entre el mundo adulto y el infantil. Hay un joven llamado Chuck (Nick Stahl) que habita un hogar totalmente disfuncional, en el que convive con una madre (Margaret Whitton) que ya tiene una colección de matrimonios fallidos y que está pensando en encarar otro más; una hermana mayor (Fay Masterson) con la que choca de manera constante; y una menor (Gaby Hoffmann) con la que compatibiliza un poco más, aunque no siempre todo es armonía. Chuck quiere irse cuanto antes y la vía de escape parece ser la academia militar, pero ya falló en un examen de ingreso y su carácter entre introvertido y disperso lo ponen en una posición complicada. Cuando descubre que Justin McLeod (Gibson) -un tipo con el rostro desfigurado que vive desde hace años permanente recluido en su casa y del cual circulan toda clase de historias en el pueblo- supo ser maestro, Chuck encuentra la chance de prepararse de otra forma para así aprobar ese bendito examen y así dejar un presente insatisfactorio atrás.
Decíamos de ese presente insatisfactorio para Chuck, pero lo mismo cuenta para McLeod, un sujeto que vive en un estado de reciprocidad negativa con el mundo, aislado por su propia voluntad, pero también por todo el entorno social, que lo ve como un monstruo en todos los sentidos posibles. Los presentes de ambos están, lógicamente, condicionados por pasados tormentosos de pérdida y/o acciones desafortunadas, y en gran parte es desde ahí que consiguen conectar entre sí: desde saberse individuos heridos y marginados que, progresivamente, encuentran en el otro una chance de mínima redención y progreso. Las cicatrices y quemaduras que atraviesan no solo el rostro, sino todo el cuerpo de McLeod, su aparente monstruosidad, son como un espejo para Chuck, mientras que la inocencia del niño, además de su proclividad a buscar una figura paterna, son un recordatorio para McLeod de lo que supo ser como maestro, para bien y para mal. Ahí está la secuencia donde ambos recitan y actúan un pasaje de El mercader de Venecia como un ejemplo cabal de esas dos almas en pena conectándose a un nivel casi romántico.
Es precisamente lo romántico el componente más ambiguo y hasta incómodo de El hombre sin rostro: la película se hace cargo de manera explícita de cómo la amistad entre un niño y un adulto, por más honesta y sincera que sea, puede generar resquemores en los que la contemplan desde afuera. Desde ahí es donde consolida su operación narrativa, arribando a un final amargo, pero en el que se ratifica la idealización del vínculo, aunque como un vehículo para soltar el ancla que es a veces el pasado. Posteriormente, Gibson seguiría trabajando con figuras idealizadas, contempladas con fascinación por otros que se cruzaban en sus caminos: McLeod, a su modo, sería un antecedente de William Wallace, Jesucristo o Desmond T. Doss. Y su rostro (o la ausencia de él) era un muestrario de la violencia casi cruel con la que trabajaría un realizador que, incluso en sus momentos más mainstream, siempre fue un poco indomable.
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