
LYNCHTOWN
Por Guillermo Colantonio
Hace apenas unos días se fue de este mundo David Lynch. Como pocas veces ocurre, prácticamente toda la comunidad cinéfila se manifestó de modo unánime, sea con respeto o admiración. Es que estamos hablando de un artista polifacético, absolutamente coherente con una poética cuyo universo de contrastes empieza y termina siempre en ese par complementario que rige todo destino: luz/oscuridad. Amante, además del cine, de la pintura, la música y el folletín televisivo, Lynch se suma al panteón de creadores que construyeron su patria. Lynchtown queda como un lugar en el que la imaginación se instala sobre una realidad que comúnmente empobrecemos con conceptos, reducciones, limitaciones y degradaciones. En general, siempre existe una brecha importante, misteriosa, llena de tensiones, entre un artista y su obra. Cuando la mayoría repite “oscuridad, críptico, irracional, fragmentario”, acaso omite que las películas de Lynch son más claras, racionales y luminosas de lo que parecen. El tipo creía en que había una totalidad, algún sentido posible. Su libro, Atrapa al pez dorado, da cuenta de ello maravillosamente: “Las ideas son como peces. Si quieres atrapar peces pequeños, puedes permanecer en el agua poco profunda. Pero si quieres atrapar peces grandes, tienes que ir más profundo”. La experiencia se traslada a los espectadores, siempre que estén dispuestos a acercarse a mundos subterráneos, penetrar en el inconsciente y renunciar a interpretaciones dominadas por la inmediatez. Hay un mundo desconcertante en el cine de Lynch, a veces más claro y otras montado con un sistema de elipsis que nos exige reponer lo que se sustrajo. Como bien dijo Michel Chion “la vida es según Lynch un montaje eléctrico” y es ese principio de movimiento constante el que determina el cambio, esa energía que fluye por el universo, capaz de transformar identidades y conciencias. Dicen que Mel Brooks, después de ver Cabeza borradora (1977), le expresó a Lynch que estaba loco pero que lo adoraba. Fue justamente Brooks quien le dio la oportunidad de desembarcar en las grandes ligas y Lynch accedió. Tal vez su semblante haya sido similar al rostro de Naomi Watts cuando arriba a Hollywood en El camino de los sueños (2001). Como en esta genial película, la carrera de Lynch estaría signada por claroscuros parecidos.
Su segundo largometraje, El hombre elefante (1980), está basado en la profusa bibliografía consagrada a Joseph Merrick, un ciudadano con malformaciones físicas al que todos estigmatizan con el calificativo expresado en el título. En esos años, se representaba en Broadway una versión teatral protagonizada por David Bowie. Brooks confía en el joven Lynch para hacerse cargo del proyecto cinematográfico aunque declara que lo ve como “un Jimmy Stewart llegado de Marte”. De hecho, el proceso no es nada fácil para este joven originario de Montana que no consigue entrar en la atmósfera de trabajo industrial, conseguir localizaciones adecuadas y que aún no tiene garantizado el control sobre lo filmado. Pero como sucede con Lynch, hay una idea, un imprevisto, un elemento que surge como producto del azar, que se convierten en el primer eslabón de una cadena de consecuencias grandiosas. En este caso fue el hallazgo de un hospital abandonado en el East End de Londres. Todo estaba ahí: los olores, las habitaciones espectrales, los pasillos, el suficiente material como para dar forma a un universo de texturas y contrastes.
Los lugares donde se exhibían freaks databan desde 1822, cuando se creó el primer museo de maravillas naturales y Merrick (interpretado por John Hurt) fue uno de los más famosos. Tras años de ser exhibido en ferias y circos ambulantes, comenzó, incluso, a ser recibido por la realeza. Hasta que tomó contacto con un doctor (en la película, encarnado por Anthony Hopkins), quien lo confina al Hospital General de Londres para asistirlo, preservarlo, pero también para observarlo como objeto de laboratorio. De esa relación a Lynch le interesa el juego con los contrastes, los lados lumínicos y oscuros de los dos individuos, pero también de una época, la de la Revolución Industrial y los efectos de deshumanización, desorden, caos, detrás de la seductora idea del progreso de las máquinas. Merrick es la encarnación de un imaginario colectivo que no puede menos que reaccionar manifestando su deformidad ante tal eclosión. De allí la magnífica escena inicial, una pesadilla en la que la madre sufre el ataque de unos elefantes mientras escuchamos los sonidos/ruidos de las máquinas. Merrick es hijo de un proceso que lo transforma en una deformación orgánica. Sin embargo, detrás de ese ropaje bestial se esconde un hombre sensible, culto y razonable. La desesperación radica en no poder demoler esa pared de carne amorfa que lo envuelve y que lo hace rechazable para el resto de la sociedad. Los pobres lo rechazan y lo agreden; los nobles pagan para verlo como espectáculo. Lynch fusiona el ambiente de las novelas de Charles Dickens con la angustia de los personajes de Franz Kafka en un Londres de sombras y de humo, con una fotografía en blanco y negro que hace gala del artificio necesario para internarnos en el cuadro urbano e industrial.
Debe esperarse un tramo temporal importante para que nos enfrentemos al aspecto de Merrick. Como en las mejores películas, las expectativas son trabajadas a partir de la sugerencia. Una vez que accedemos a su cuerpo y a su mundo, Lynch explota el sentimiento individual con relación al dolor y la desesperación de una época que no logra equilibrar los avances tecnológicos con las consecuencias que provoca en la humanidad. Sobre ese desencuentro, sobre ese desfasaje, la película construye todo tipo de pesadillas, un procedimiento que Lynch jamás abandonará y que le ofrecerá el material necesario para establecer los contrastes más encantadores. Merrick es pura sensibilidad obturada por un cuerpo deforme en una época de mugre y miseria. El Dr. Frederick goza de un prestigio que entra en conflicto con su interior. ¿Dónde reside lo humano, dónde lo monstruoso? Lynch se carga las fuentes clásicas desde Frankenstein hasta Freaks (Tod Browning, 1932) para actualizar el viejo dilema y ofrece una película de respiración, que late en esos fundidos negros, espejos de las dudas internas que atraviesan a los personajes. Rostros capturados en espacios vacíos. Ni más ni menos que la naturaleza fantástica de un espacio (el de la pantalla) donde lo real y lo imaginario se conectan a través de pasadizos. Por esos toboganes caemos como en los sueños, para volver a subir, atados a las fuerzas del inconsciente y de los sueños, esa materia de la que se compone el cine.
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