EL MALESTAR EN EL ESPEJO
Por Guillermo Colantonio
Alain Delon (ya que estamos en el terreno de las duplicidades) es el protagonista y el productor de El otro señor Klein (1976). El logro es significativo. Su interpretación es enorme; no tengo dudas de que está entre las cinco mejores de su carrera. Luego, contribuyó a sostener económicamente a un extraordinario director, bastante subvalorado, Joseph Losey, en el momento crítico de su profesión, eyectado en 1952 de EE.UU. por ser acusado de mantener actividades antinorteamericanas.
El marco en el que se desenvuelve la trama, la ocupación nazi en Francia en 1942, es una excusa para abordar cuestiones temáticas y estéticas más profundas que la mera repetición histórica de manual. Y mucho tiene que ver la secuencia que presenta a Robert Klein, el personaje que encarna Delon, un tipo pragmático al que le importa la plata que pueda sacarle a la compra y venta de cuadros y objetos artísticos. Tal es su desinterés por los otros, que su vínculo es netamente material y utilitario. Vive bien, en un cómodo departamento con una mujer/amante que parece un florero y tiene algunos pocos amigos que lo asesoran y comparten algunas frivolidades. Pero hay algo en el fondo en Klein que lo conecta a la conducta de quienes ven a los hombres como medios y no como fines. En su ideario modernista de obtener placer a costa de los demás, una conducta que bien podría emparentarse con los retratos que Baudelaire describió con maestría en El spleen de París, Klein comete un error insalvable: escupe para arriba. En una transacción con un judío necesitado de vender, ofrece una ganga y se aprovecha de la situación del otro en un contexto de supervivencia. La mirada focalizada únicamente en la posibilidad de sacar partido de la desgracia ajena da cuenta de un ejercicio de deshumanización que Losey asocia al germen del terror, la etapa previa a una cacería indiscriminada y sostenida, además, por la traición de los propios compatriotas. No es casual que la primera escena de la película se ocupe del contexto desde la sala de un hospital donde los médicos analizan anatómicamente a la gente para elaborar las futuras listas de deportación. El lombrosismo de tal práctica se funde encadenadamente con la actitud de Klein respecto de su interlocutor judío. Son formas de despojo donde no hay lugar para el otro. Raza y dinero, unidos en un modo de poder avasallante. La diferencia es que el primer gesto es institucional y político, mientras que el segundo recae en un comportamiento individual que traerá consecuencias existenciales determinantes. Losey estructura entonces un dispositivo para trabajar ese itinerario. Cuando el hombre judío se retira con mucho menos de lo que valdría el cuadro holandés, una imagen de Klein frente al espejo anticipa al doble ominoso que lo perturbará toda la película, él mismo. El hecho que lo determina es la policía buscando a un tal Klein y obligando a Robert a demostrar su ascendencia católica y francesa. Mientras el otro se escabulle, el personaje de Delon lo persigue obsesivamente, en una especie de camino kármico en el que se enfrentará de modo kafkiano a un laberinto personal de pesadilla.
Como suele ocurrir en la poética de Losey, los espacios se construyen escénicamente de acuerdo a la naturaleza de sus héroes tortuosos. No dejan de ser complejos y en consonancia física con los protagonistas. El amplio departamento de Klein es un lugar lleno de objetos que, paralelamente al derrotero de su vida, se irá vaciando de sentido. Por otro lado, contrasta ostensiblemente con la modestia de ese otro espacio que habita el judío errante, como si ambos representaran lo consciente y el inconsciente, lo racional y la locura, monedas que se intercambian progresivamente, porque la miseria no sólo es material.
Otro de los temas capitales en la filmografía del director es la presencia de un intruso. Acá deviene en esa sombra que persigue Klein hasta las últimas consecuencias y que le otorga un tono asfixiante a la película, cuyo corolario se ve en una magistral última secuencia donde ya no es posible discernir nada. Y no se trata exclusivamente de coquetear con la temática del doble, sino de dotar a los personajes de una complejidad psicológica que se traduce en un permanente malestar. Es el resultado del abuso de poder, una conducta que Losey disecciona y que ubica en las relaciones personales como puente a la hipocresía social e institucional. Todo aquello que destila Klein es producto de un sistema fundado en la desigualdad, en la traición y en el dinero. Cuando eso se desborda, el camino al infierno está a unos pasos.
Pero nada de lo anterior hubiera sido posible sin Delon. Su presencia no es exclusiva de la acostumbrada fotogenia que se le remarca. Quedarse en los atributos físicos consagrados puede ser un motivo más que suficiente, no obstante, no debería obturar el magnífico modo en que el legendario actor francés da vida a un personaje perseguido y atormentado, eslabón de una realidad social y política más amplia, un engranaje siniestro que se traga aún a quienes parecen dotados de una inteligencia superior. Extraordinaria película para un ser eterno en la pantalla.
Si disfrutás los contenidos de Funcinema, nos gustaría tu colaboración con un Cafecito para sostener este espacio de periodismo independiente: