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Shaft (1971)



A LAS TRIPAS

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

Se saben muchas cosas sobre Shaft (1971, Gordon Parks): que es un hito del Blaxploitation, que tiene acción, que es parte de un cine asociado a la cultura afroamericana y que tiene una banda de sonido con canciones de puta madre. Todo eso lo sabemos, pero lo que nunca podremos saber es qué sintieron quienes tuvieron la posibilidad de verla en pantalla grande cuando se estrenó. Algunos lo contarán, pero dudo que esos comentarios se acerquen siquiera a la fuerza que tiene la película. Porque Shaft es todo lo que se quiera decir en materia analítica, no obstante, basta ver la primera secuencia para sentirla y confirmar dos o tres cosas. Primero: caemos en Harlem por un tobogán de placer. El sonido ambiente se corta a los pocos segundos para dar paso a la música funky mientras irrumpe el título en rojo. Segundo: Shaft es una gran película, pero Shaft es Richard Roundtree. Lo vemos subir desde la estación del metro, lo acompañamos en ese cruce coreográfico de calle entre taxis, le damos la derecha cuando insulta a los conductores blancos y aguardamos a que finalice el recorrido. En todo este tramo, la conjunción espacio y personaje no podría estar mejor. Pura atmósfera, puro ambiente. La gabardina de cuero y los pantalones marrones se confunden con el fondo de un barrio de transeúntes, marquesinas de cine, carteles de protesta, algún que otro oportunista queriendo vender algo y una cámara que elige ascender y bajar a tierra varias veces hasta buscar esa imagen que bien podría congelarse para la eternidad. Los primeros minutos de Shaft no sólo son antológicos. Cualquiera de los planos que lo componen bien podrían ser la tapa de un vinilo o la estampa de una remera. La fuerza icónica de este prólogo ya vuelve inolvidable la experiencia de verla y la consagra a los cánones que no necesariamente brillan por su respetabilidad.

Más allá del argumento, lo que residualmente quedan son las caminatas, las puteadas, la incorrección política y las risas de Roundtree. Cada uno de esos momentos es abordado con un registro documental notable. Por otro lado, las noches de Harlem, con las luces al borde del artificio, son inmortalizadas por la fotografía de Urs Furrer. Y como en los buenos policiales negros, la galería de personajes es un desfile de crápulas, todos tratando de salvar el pellejo en la jungla urbana. Pero gran parte del giro genérico se halla en la sexualidad enfatizada del héroe, a contrapelo de las imágenes serviles consagradas a los afroamericanos por décadas. Afuera el traje y la corbata, los peinados engominados y los sombreros. John Shaft es como cualquier ciudadano, pero sexi, atrevido, puteador, seductor y con un sentido de la justicia que no desdeña el beneficio propio. ¿Cómo hace un tipo para levantar minas en el cuchitril que vive? Magia, sex appeal.

Pero, ¿qué serían Shaft y Richard Roundtree sin la música de Isaac Hayes? La materialidad y la iconicidad de la película le deben prácticamente todo. Y yo le debo las ganas de comprar unos cuantos suéteres rojos de cuello alto, una chaqueta de cuero, poner la canción (que es el corazón de la escena inicial) y creerme que soy Roundtree. ¿Por qué no? A fin de cuentas, para eso está el cine, en el mejor de los casos, para contagiar. El cine con pulso, el cine que va directo a las tripas.


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