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La Llorona

Título original: Idem
Origen: Guatemala
Dirección: Jayro Bustamante
Guión: Jayro Bustamante
Intérpretes: María Mercedes Coroy, Sabrina De La Hoz, Julio Diaz, Juan Pablo Olyslager, Ayla-Elea Hurtado, María Telón, Margarita Kénefic
Fotografía: Nicolás Wong
Montaje: Jayro Bustamante, Gustavo Matheu
Música: Pascual Reyes
Duración: 97 minutos
Año: 2019


6 puntos


FANTASMAS DE GUATEMALA

Por Marcos Ojea

(@OjeaMarcos)

En 2015, el director guatemalteco Jayro Bustamante debutó con Ixcanul, que integró la 65ª edición del Festival de Cine de Berlín y estuvo preseleccionada para competir en los premios Oscar. El film sobre una joven indígena que se enfrenta al tráfico de niños en Guatemala inauguró la Trilogía del desprecio, un proyecto con el que el director buscó explorar las heridas del pasado reciente de su país, tomando como eje tres insultos clave del léxico popular de la discriminación: indio, hueco y comunista. La segunda entrega se llamó Temblores y llegó en 2019; ahí, Bustamante expuso los conflictos que rodean a un hombre de mediana edad que decide revelar su homosexualidad dentro de una comunidad evangélica. La última parte de la trilogía, titulada La Llorona, fue presentada en el Festival de Cine de Venecia ese mismo año, y luego de un breve paso por las salas de cine en 2020 (antes de la pandemia) y de aterrizar en los servicios de streaming, vuelve ahora a acaparar la atención con sus nominaciones a los Globos de Oro, los Premios Goya, y la posibilidad de competir en los premios de la Academia.

Bustamante se apoya en la leyenda de La Llorona, muy popular dentro del folklore latinoamericano, pero decide cambiar el carácter individual de la tragedia (la de una mujer que llora arrepentida por haber ahogado a sus hijos) y llevarlo a un plano colectivo, que se inscribe en un hecho puntual de la historia de Guatemala: el genocidio llevado a cabo por el gobierno de Efraín Ríos Montt contra las comunidades indígenas del país; en particular, contra la comunidad maya ixil. El director se aleja del drama social de sus dos primeras películas, y su paso hacia el terror puede entenderse en función de las necesidades de la historia: la acción toma lugar en el presente, y la figura del desaparecido es espectral, intranquila, sin posibilidad de duelo. Las víctimas de la masacre son fantasmas que vigilan la cama del dictador, y que lo escoltan hacia un destino inevitable. La Llorona es, en definitiva, una película de fantasmas, y en un principio (en los papeles, digamos) la idea resulta interesante: la posibilidad de acercarse a cuestiones como el genocidio o la memoria desde un género que suele ser descartado, considerado como una forma banal de entretenimiento. Es cierto que, en muchos casos, el cine de terror admite una lectura política, y que directores como John Carpenter o George A. Romero trabajaron casi siempre desde ese lugar (Carpenter llegó a bromear con que todo el terror de los 80 fue inspirado por Ronald Reagan), pero el escenario político como contexto de una película de terror, puesto en primer plano, no suele ser frecuente.

El director no desestima la representación simbólica del horror que quiere contar, pero hace foco en los personajes y situaciones reales que sirven de base para su película. Es fácil advertir la figura de Ríos Montt en el general Enrique Monteverde (interpretado por Julio Díaz), un militar retirado que enfrenta un juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante su gobierno de facto entre 1982 y 1983. Con una paleta de tonos bajos, Bustamante lo muestra enfermo y con una lucidez resquebrajada, rodeado de sus familiares y de su guardia personal. Por las noches, Monteverde escucha el llanto de una mujer, y no duda en disparar adentro de la casa y gritar que están siendo invadidos por guerrilleros. Durante algún tiempo, la película juega con la posibilidad de que el monstruo sea producto de la demencia del general, y de manera gradual va sembrando un terror que, sabemos, va a mostrar los dientes de un momento a otro. Por suerte, el director no apela al susto fácil a través de golpes de efecto, si no que se preocupa por componer un clima incómodo, que opera como antesala de lo que está por venir. Es sabido que, para que una película de terror funcione,  la construcción de climas es fundamental.

Sin embargo, lo que sigue cambia la estrategia, y es la piedra angular de la propuesta de Bustamante. Su declaración de principios. La larga escena del juicio comienza con un primer plano de un rostro que no vemos, que está tapado por un velo ornamentado, y con la voz de la mujer que está debajo, que en lengua kaqchiquel da testimonio de su experiencia en una base militar durante la dictadura de Monteverde. La cámara va ampliando el encuadre de manera sutil, casi imperceptible, hasta que el plano se vuelve general y muestra a todos los participantes del juicio: las mujeres indígenas que esperan justicia, el público que escucha silencioso los horrores contados al micrófono (la persecución, el asesinato de niños, las violaciones) y la familia de Monteverde; la esposa que observa con expresión seria, casi sin emoción, y la hija en cuyas facciones comienzan a tramitarse la vergüenza y la culpa. Después de una defensa pálida y negacionista por parte del abogado del acusado y de las palabras del propio general, del veredicto que lo declara culpable y de los festejos del público (entre los que se encuentra la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú), asistimos a una conversación en la que la hija le pregunta a la madre sobre las acciones del padre. La madre no niega, pero se apoya en excusas (que las indígenas se ofrecían a los soldados, que su padre además de general era un hombre que no estaba exento de la tentación), y finalmente le pregunta a la hija desde cuándo se volvió izquierdista. Ante la verdad, la madre sentencia: “sé lo que estás pensando, y te prohíbo pensar eso”.

Para Bustamante, el rol de las mujeres en la película es central. Desde la empleada de la casa que se queda luego de que todos los demás abandonan el trabajo (ante los primeros indicios paranormales en el lugar), pasando por la esposa, en la que el asco y el rencor van germinando, junto con la aceptación de las consecuencias de su silencio; luego la hija, que intenta ser conciliadora, y finalmente la nieta, que no entiende por qué en Internet hablan mal de su abuelo. Y claro, después está Alma (María Mercedes Coroy). La nueva empleada de la casa es una joven indígena con un pasado trágico, que entabla una amistad con la niña y se comporta de modo extraño por las noches, relacionándose de manera inquietante con el agua. Monteverde la ve aparecer atravesando la multitud que rodea su casa, moviéndose como un espectro entre los gritos y los carteles que claman justicia (y vale advertir el recurso que Bustamante utiliza con el sonido, porque esos gritos y tambores someten la quietud aristocrática de la casa, y mantienen a los habitantes en un estado de alerta constante que se transmite al espectador).

La llegada de Alma coincide con una serie de sueños que tiene la esposa de Monteverde, Carmen (una notable Margarita Kenéfic), en los que se ve como una víctima del trato brutal de los soldados, y que se entrelazan con el pasado de la nueva empleada. La mezcla entre el cine político y una atmósfera de terror mesurada y progresiva, bastante fluida hasta entonces, da paso a un clímax que no solo se decanta por un horror mucho más chato, sino que también pareciera abandonar cualquier interés por el efecto. Después de intentar saldar cuentas con la guerra civil y la dictadura en Guatemala, y de utilizar al terror como vehículo para ese propósito, Bustamante apura un final que lo deja en una posición dudosa con respecto al género. Toda la secuencia final, que incluso desde lo técnico da una sensación de desgano, lleva a pensar en que el director buscó una manera rápida para terminar de vender La Llorona como una película de terror; como si de repente no tuviera confianza en su propia película, en la homogeneidad entre tema y forma, y tuviera que recurrir a algunos trucos fáciles para convencerse. Lo que queda es una experiencia trunca, un suspiro de decepción mientras los créditos avanzan.

Bustamante quiso dar voz a las víctimas del genocidio en su país, en una película a la que no se le pueden reprochar las intenciones, y que durante una buena parte cumple con su cometido. No hay duda de que el horror de los crímenes contra la humanidad queda expuesto sin atenuantes, pero la superficie elegida para narrarlo se va volviendo resbaladiza a medida que pasan los minutos, hasta que la película inevitablemente se cae. Hay que aceptarle al director el riesgo del camino elegido, pero para el cine de terror, no alcanza con el tema. Para el cine político, tampoco alcanza con la denuncia. Para cualquier cine, la integración entre tema y forma (el cómo por sobre el qué) es indispensable para que las cosas funcionen. Y por un rato Bustamante pareciera poder manejar esos hilos, hasta que se deshacen entre sus manos y queda flotando, como un fantasma, la idea de lo que fue y lo que ya no es.

NdR: esta reseña fue publicada anteriormente en la web Resumen del sur.

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