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La mejor de mis bodas (1998)



ENVEJECER JUNTOS

Por Marcos Ojea

(@OjeaMarcos)

En 1998 Adam Sandler era un comediante afianzado, que después de su paso por Saturday Night Live! supo convertir a su personaje habitual en la marca distintiva de dos films míticos, como lo son Billy Madison (1995) y Happy Gilmore (1996). Hoy conocemos las distintas variaciones de su creación, las aristas de ese adulto que se niega a crecer, con una artillería de chistes que solo cede (o muta) para dar lugar a explosivos arranques de ira y violencia verbal, pero igualmente capaz de ser adorable, sensible e incluso tierno. También, de acuerdo al paso del tiempo, y con mayor o menor fortuna, supo poner en crisis a su criatura, detenerse y observar las consecuencias de ciertos comportamientos de juventud (su personaje en Los Meyerowitz también es un adulto que no quiso, o no pudo, madurar, y que ahora enfrenta la medianía de edad, el fracaso y la enfermedad del padre como puede), además de replegar la mirada sobre su propia figura como comediante, actor de películas familiares y exponente de la cultura pop (de manera explícita en Hazme reír, esa desigual e incomprendida película de Judd Apatow, donde también hay un traspaso de antorcha a nombres hoy ultra conocidos como Seth Rogen y Jonah Hill). Y si hablamos de mantos sagrados que pasan de una mano a la otra, pero dejando de lado la referencia personal y la mirada introspectiva, ahí tenemos a Ese es mi hijo, donde Sandler enroca su talento gastado pero efectivo con la energía sin límites de Andy Samberg, un comediante extraordinario y un auténtico velocista del humor. Claro que aceptar y validar a los nuevos talentos nada tiene que ver con resignarse y claudicar, y Sandler sigue dando pelea desde su contrato con Netflix, pero también con su participación en Diamantes en bruto, donde los hermanos Safdie aprovechan su figura y lo hacen (perdón, chiste fácil) brillar. Hay quienes después de este verbo agregarían “como nunca antes”, pero bien sabemos que no es cierto, porque el joyero adicto al juego de este film es un destilado 100 % Sandler, solo que dentro de un envase autoral que los críticos snobs, esos que no pueden ver comedias más que como un placer culposo, puedan aceptar y celebrar.

Pausa para respirar. ¿No estábamos en 1998? Sí, nos desviamos un poco, y vamos a hacerlo un poco más. 2004: en ese año se estrenó Como si fuera la primera vez, una gran comedia que todo el mundo recuerda con cariño, donde Sandler ensayó a ese improbable galán que terminaba por imponerse como un auténtico héroe romántico, dispuesto a ganarse cada día el corazón de la olvidadiza Drew Barrymore. Dirigidos por Peter Segal, fue la segunda colaboración de Sandler y Barrymore, que habían compartido protagónico en (ahora sí) 1998, en La mejor de mis bodas, dirigidos entonces por Frank Coraci, que se convertiría en un habitual del actor (y que lo acompañó en esa horrible aventura llamada Click: perdiendo el control, en un acto que tiene tanto de fidelidad como de autodestrucción). Es posible rastrear en La mejor de mis bodas los componentes que hacen de Como si fuera la primera vez una película tan entrañable y divertida; principalmente, la exploración de Sandler de su lado más encantador y sensible, pero sin perder de vista los ingredientes clásicos: el rugido explosivo, la acidez sin el cinismo, incluso cierta oscuridad. Todo puesto al servicio de una vocación infatigable por hacer reír.

Ambientada en los años 80, la película nos presenta a Sandler en el papel de Robbie Hart, un músico que abandonó sus sueños de rockstar para dedicarse a ser cantante de bodas. Drew Barrymore, por su parte, interpreta a Julia, una camarera que trabaja con él y cuya única meta parece ser la de casarse y formar una familia. Como corresponde, entre ambos va a surgir un romance que no va a estar exento de complicaciones, hasta que finalmente el amor logre imponerse. La mejor de mis bodas es, claro, una historia de chico conoce chica con final feliz, una fórmula de la que se hace cargo sin culpas ni medias tintas. Que la acción transcurra en esa década es, por supuesto, una decisión tanto estética como formal, un acercamiento temprano a la fertilidad visual y sonora de aquellos años (hoy por hoy un recurso que, sobreexplotado, empieza a agotarse). Pero, quizás a causa del poco tiempo transcurrido, es también un acercamiento sin idealización ni nostalgia, y por sobre todo, sin la corrección política que parece ser la norma por estos días. Hay personajes y situaciones que no se preocupan por quién va a sentirse ofendido: desde George, el miembro de la banda de Robbie que es una parodia de Boy George, y que sabe solo una canción, pasando por referencias y chistes sexuales, que incluyen a un niño gordito bailando abrazado al culo de Drew Barrymore.

Vista veintidós años después, La mejor de mis bodas es una película absolutamente consciente de su envase genérico, pero que en el camino se permite derribar algunos “valores” americanos como el culto al dinero, la seguridad financiera y la familia como institución. Claro que al final nuestros protagonistas se casan, y hay quién podría tildar de conservadora esta decisión, pero la realidad es que recorren un camino y se mantienen fieles a su premisa. No hay una imposición, ni tampoco una obligación. Una experiencia similar a la que ocurre con los finales de las primeras películas de Judd Apatow, tal como señala Ezequiel Boetti en su libro Nueva Comedia Americana. Y de la misma manera en que es consciente de su naturaleza de comedia romántica, también es en cierto modo anárquica y está edificada a partir del humor entre infantil y bardero de Sandler.

Hoy, la convivencia de ambos mundos puede parecer algo corriente, pero no lo era entonces. El Sandler que conocemos empezó a sumar capas de complejidad a su creación a partir de películas como La mejor de mis bodas, y lo que al espectador culto puede parecerle tonto, irresponsable y limitado, es en verdad el trabajo esforzado de un comediante que siempre polariza opiniones, pero nunca pasa desapercibido. Y sí, es verdad, también hizo películas malas, sobre todo en los últimos diez años. Pero siempre podemos volver a aquella época vital que generó clásicos y escenas icónicas, y si hacemos el recorte en esta película, es imposible olvidar la power ballad suicida que Robbie le canta a Julia, las albóndigas como pago por las clases de canto, o la escena en la que un Robbie con el corazón destrozado suelta su furia por el micrófono ante los invitados atónitos de una boda.

¿Conclusión? El cantante de bodas envejeció, se cansó, recicló sus chistes, holgazaneó, pero también dio muestras de vida y esperanza (La peor semana, que se puede ver en Netflix, es un claro ejemplo), siguió cantando y se negó a desaparecer. Con resistencia y talento, sigue tirando piñas, y la campana está lejos de sonar para Adam Sandler.

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