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Homeland o el espionaje como forma de vida

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Como en prácticamente todos los casos en que finaliza una serie que ha conservado relevancia y éxito a lo largo de un tiempo extendido, el cierre de Homeland marcó un poco un final de época. El mérito inicial de la serie creada por Alex Gansa y Howard Gordon fue un planteo tan enigmático como apasionante, al cual supo explotar de forma casi perfecta en sus primeras dos temporadas. Pero lo atractivo no solo estuvo en esa trama repleta de vueltas de tuercas que se acumulaban hasta en un mismo capítulo: también en el despliegue de personajes complejos y coherentes aún en sus contradicciones. Para empezar Carrie Mathison, con su condición bipolar; pero también Nicholas Brody, con sus diversas lealtades puestas a prueba, que lo llevaban a ser una especie de mentiroso serial; y el genial Saul Berenson, con su profesionalismo a prueba de balas, sin olvidar a otros como Max Piotrowski, Peter Quinn y Dar Adal, por nombrar apenas un puñado.

El primer tropiezo grave de Homeland fue en la tercera temporada, cuando tuvo que resolver la narrativa alrededor de Brody, con una primera mitad paupérrima y una segunda apenas digna. Pero en la cuarta empezó a quedar en claro otra virtud de la serie, que fue su capacidad para reinventarse: esa incursión en territorio afgano, con Carrie tratando de dejar atrás su historia con Brody y confrontando con la despiadada inteligencia pakistaní fue notable, con varios episodios (particularmente 13 hours in Islamabad) de una tensión extrema. Las quinta, sexta y séptimas fueron definitivamente desparejas, con algunos hallazgos -la torturada pero efectiva doble agente encarnada por Miranda Otto- y varios elementos totalmente descartables (la caída lastimosa de Quinn, la conflictiva maternidad de Carrie). Fue así que se arribó a una octava y última temporada cuyo objetivo principal era cerrar la historia sin desbarrancar al estilo Dexter.

Pero, oh sorpresa, Homeland logró bastante más que eso. Y lo consiguió reinventándose, retornando a esa Afganistán que es una maldición para el militarismo norteamericano, volviendo a pensar con inteligencia la política global y las motivaciones que impulsan a distintos bandos. La serie apeló nuevamente a la táctica de retorcer las líneas narrativas hasta coquetear con lo absurdo, pero compensando al retratar al milímetro el oficio del espionaje. Por eso tuvimos algunos capítulos magníficos, como False friends, Chalk one up y Chalk two down, seguidos muy de cerca por Designated driver y The English teacher. Y un cierre en Prisoners of war que, con sus desniveles, mostró una lógica de hierro, donde el centro de la conflictividad pasó por lo que hacían Carrie y Saul.

Porque al fin y al cabo, los creadores supieron entender la lección básica pero necesaria para mantener y/o recuperar la esencia de la serie: todo se trataba de Saul y Carrie, esos dos espías que, como padre e hija, maestro y alumna o simplemente colegas mostraron ser el uno para el otro. En eso también fueron claves los actores: si Claire Danes supo sostener a un personaje errático, a pesar de algunos pasajes de showcito personal; lo de Mandy Patinkin fue, consistentemente, de otro planeta, que evidencia que es uno de los mejores actores de la televisión norteamericana de las últimas tres o cuatro décadas. Terminó Homeland, pero su dúo protagónico ya tiene asegurado un lugar eterno dentro del panteón de los grandes personajes televisivos de la historia.

 

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