VIVIR AL LÍMITE
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
La semana pasada se estrenó Guerra civil y no está mal volver a una película sobre una verdadera guerra civil, porque tanto el film como el evento real no tuvieron tanta atención y han sido un poco olvidados. Salvador, de Oliver Stone, se estrenó el mismo año que Pelotón, una de las películas más recordadas del cineasta. La primera solo tuvo dos nominaciones al Oscar (mejor actor principal y guión) y no ganó nada. La segunda tuvo ocho postulaciones y se llevó finalmente cuatro galardones, incluidos mejor película y director. Sin embargo, ambas películas son representantes cabales del estilo Stone, que siempre estuvo atravesada por una especie de “guerra civil”, una lucha interna de miradas y aproximaciones, que solo de a ratos han podido reconciliarse entre sí.
El film recrea una historia real vivida por el fotoperiodista Richard Boyle entre 1980 y 1981 durante la guerra civil desatada en El Salvador, con un desafío particular para el espectador, que está desde el mismo arranque. Es que el Boyle interpretado por James Woods es un tipo realmente antipático: alcohólico, drogón, bastante mentiroso, definitivamente manipulador, eternamente conflictivo, casi antisocial, un poco violento en sus manejos y, por supuesto, adicto a su trabajo, que lo lleva frecuentemente a poner en riesgo su vida y la de quienes lo rodean. La de Boyle es una personalidad tóxica, casi irredimible, en buena medida porque solo puede construir su identidad y su comportamiento en el mundo a través de su labor. Por eso su intempestiva vuelta al país centroamericano, donde se reencuentra con una joven (Elpidia Carrillo) con la que tuvo un romance, es más una huida del suelo estadounidense, donde solo hay responsabilidades y rendiciones de cuentas que no quiere afrontar.
Aún así, esa huida de Boyle abrirá también, progresivamente, un camino a una posible redención. Claro que con matices, porque Boyle se la pasará estableciendo alianzas circunstanciales tanto con las guerrillas como con el gobierno militar para obtener fotos e historias, en un paisaje caótico donde también la CIA hace su propio juego. Durante buena parte del metraje, ese contexto será esencialmente un telón de fondo para las aventuras -por llamarlas de algún modo- de Boyle, un individuo adicto al peligro que es, a la vez, un exponente de un modo de vida. Ahí entonces aparecen personajes como amigote de Boyle u otro fotógrafo encarnados por Jim Belushi y John Savage, respectivamente: si el primero es un tiro al aire y el segundo más profesional y confiable, ambos no dejan de ser, cada uno a su forma, autodestructivos. En ese retrato de supervivencia del protagonista y su entorno cercano es donde Salvador encuentra su mayor riqueza, porque lo cierto es que el cine de Stone es más potente cuando su formalismo frenético se da la mano con el ritmo de vida que llevan sus personajes, que nunca pueden parar y estar tranquilos aunque sea un rato, porque la adicción al peligro es lo que los define.
Ya en su segunda mitad, Stone se ve en la obligación de decir algo más concreto sobre el conflicto, sobre ese país implosionando en el medio de masacres clandestinas, represión, enfrentamientos salvajes y magnicidios. Y ahí es donde aparecen algunas sentencias un tanto obvias y en forma de monólogos algo forzados sobre el cuestionable papel de Estados Unidos en Latinoamérica, siempre apoyando a dictaduras salvajes que tenían como único mérito el ser anti-comunistas. Pero también un poco de ambigüedad a partir del desencanto exhibido con los movimientos guerrilleros de izquierda que incurrían en salvajadas parecidas a las de los gobiernos de derecha que combatían. Igualmente, lo que prevalece en Salvador es esa historia personal de Boyle, su papel como eterno testigo, narrador y hasta participante del caos político y social. Y la sensación -potenciada por el amargo final- de que no hay salida, de que Boyle es apenas un simbolismo pequeño y concentrado de un mundo adicto a la autodestrucción.
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