Por Guillermo Colantonio
Todo gran artista transforma su patria en un mito fundacional y lo recrea a partir de los recuerdos personales, que nada tienen que ver con el lenguaje supuestamente objetivo de la historia. Lo sabía Borges cuando escribió Fundación mítica de Bs.As.: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires/ La juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Como Borges, para Terence Davies los recuerdos no hacen más que ratificar la hipérbole deformante. El pasado no existe, es una dimensión de la memoria. Uno es a la vez el hombre de hoy, pero también el viejo y el niño. El tiempo es cíclico y de procedencia carnavalesca. La mentira creativa es algo valioso. Del tiempo y la ciudad (2008) subvierte la misma noción de documento para llevarla a un terreno creativo, a un ensayo visual y poético consagrado a Liverpool, o, mejor dicho, a su propia percepción a la distancia de esa Liverpool que solo puede recuperarse a través de retazos procedentes de visiones, olores, tactos.
El pasado es un escenario en ruinas, poblado de imágenes y sensaciones, pero no una vida que se pueda conocer. Los datos históricos, los archivos son reacomodados en el juego de la invención, unas pinturas más o menos personales que se gestan en un recorrido fragmentado, como si cada evocación fuera una pincelada de memoria salpicada en la pantalla. Los tonos oscuros puramente recreados bajo la lente del presente se vuelven, por momentos, ilegibles, distantes, parte de un mundo ya lejano y espectral. Es la reconstrucción de una época, pero a partir del extrañamiento que produce el lenguaje de los sueños. Se elude lo épico para que asome la fibra íntima de un poeta/cineasta. Pero nada de esto funcionaría si el viaje hacia el pasado no estuviera acompañado del tono ensoñador que adquieren las palabras en off y el montaje musical. Un halo de hipnosis envuelve cada intervención discursiva que, si bien puede estar al límite de la pedantería, encuentra en los silencios y las pausas el lugar apropiado para las emociones.
Una película sobre la ciudad. Terence Davies partió de una voluntad: hacer un documental que diera cuenta de su vida en Liverpool desde su nacimiento hasta 1973, fecha en la que se fue de allí. Pero no concibió una película sobre la realidad fotográfica de una ciudad a lo largo del tiempo, sino la materialización cinematográfica de una vida a partir de filmaciones propias y ajenas, puestas en un nuevo contexto para crear una fuerte dimensión emocional. Davies no se cierra solamente a sus gustos personales ni privilegia caprichos del regodeo intelectual. Nos puede molestar lo que dice sobre Los Beatles, pero podemos aplaudir sus ironías con respecto al poder de la realeza; podemos alejarnos en ciertas zonas donde aflora la soberbia, pero nos empujamos nuevamente hacia aquellas imágenes donde lo cotidiano asoma con los trabajadores, los niños jugando a la pelota y la calle con su gente.
Filmar lo que ya no existe. Del tiempo y la ciudad es el legado de un cineasta que escenifica la fragilidad de la existencia, las marcas del paso voraz del tiempo y que utiliza el espacio cinematográfico en todo lo que tiene de alucinatorio y espectral, ese lugar donde alguien tiene la ilusión de recordar, de juntar los pedazos de una vida, pero que no puede desligarse de una idea irrefutable: todo transcurre en el presente y al mismo tiempo se muere en el mismo acto de evocación. No obstante, el cine posee también una idea irrefutable: quedan las imágenes. Solo resta conservarlas y mirarlas para caer en el hechizo.
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