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Misión: Imposible (1996)



UNA PRODUCCIÓN CRUISE/WAGNER

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Debo admitir que, cuando vi por primera vez Misión: Imposible, no me gustó demasiado: no terminé de entender qué era lo que quería contar Brian De Palma y la presencia de Tom Cruise me resultó ciertamente irritante. Es que en ese momento Cruise era una estrella que, a pesar de su ya inmensa popularidad, todavía estaba buscando su lugar en el mundo. O más bien, un reconocimiento que se sostuviera en varios niveles artísticos: desde los grandes tanques hasta los films prestigiosos y premiados, pero también desde su desempeño actoral hasta su incidencia en otros roles que le podía permitir la industria.

Lo cierto es que Misión: Imposible fue una película clave en la carrera de Cruise, no solo porque fue el comienzo de su franquicia más emblemática, sino también porque fue su primer crédito como productor, con una compañía propia, Cruise/Wagner, que tenía junto a su entonces socia Paula Wagner. Por más que la figura de De Palma venía a garantizar un aura autoral para un film con un presupuesto considerable y una de las grandes apuestas de Paramount para ese año, para Cruise no representaba un desafío considerable ponerse a las órdenes de un director de renombre. De hecho, ya había trabajado a las órdenes de Francis Ford Coppola, Barry Levinson, Martin Scorsese y Oliver Stone, por nombrar solo algunos cineastas de gran relevancia, y ya había sido nominado al Oscar por Nacido el 4 de julio. Cruise ya no era solo una “cara bonita”, aunque todavía se comportaba un poco como tal, mientras desplegaba un ego considerable. Todo eso -el ego de Cruise, su vocación de productor, la mirada autoral de De Palma, la relectura de una serie emblemática- confluyó en un relato que se apartaba de los sesgos dominantes y que hoy sería una rareza absoluta.

Porque en verdad lo que vemos en Misión: Imposible es una puesta en crisis constante de las expectativas, tanto hacia el interior de la narración, como en función de lo que buscaba el espectador. Por un lado, con una historia centrada en un grupo de expertos que, súbitamente, eran liquidados casi en su totalidad, en una secuencia donde el desconcierto iba a la par de la angustia, y que dejaba al protagonista, Ethan Hunt, a la deriva y fugitivo de su propia organización. Por otro, con una estructuración estética y narrativa que jugaba con las apariencias y que a cada rato introducía nuevos elementos en los eventos pasados, para desde ahí desestabilizar tanto el presente como el futuro, mientras alternaba lo grupal con lo individual en el desarrollo de las acciones. De Palma volvía a ratificar que lo que le importaba era desconcertar, recurrir al artificio para alimentar un dispositivo lúdico sustentado en un hábil equilibrio entre exposición y ocultamiento.

En función de esa puesta en forma delineada por De Palma (con la ayuda de un guión donde metieron mano David Koepp, Steven Zaillian y Robert Towne) es que Cruise, interpretando a Hunt, se comportaba como un showman que, progresivamente, le revelaba al espectador todos los trucos, aunque en una mascarada que no era para nada lineal. Por eso su gestualidad podía pasar, casi sin descanso, de la comedia al drama, como en la escena donde se burla de Krieger (Jean Reno) mientras manipula un disco con información vital que acaban de robar, para exponer su truco de magia ante Luther (Ving Rhames). O zambullirse definitivamente en la tragedia, como cuando dialoga con Jim Phelps (Jon Voight) y enhebra una narración que revisita la masacre sufrida por su equipo, para así desnudar una traición que termina de quebrar sus certezas previas sobre la amistad, la lealtad y el amor.

Por más que Hunt ya hacía aquí toda clase de acrobacias, su heroísmo era en verdad casi melancólico, porque consistía, esencialmente, en aferrarse a la honestidad -incluso cuando era capaz de engañar- en un mundo dominado por la mentira y el cinismo. De hecho, por más que triunfara, su victoria no dejaba de ser amarga. En eso, Cruise y De Palma establecían un vínculo donde cada uno se ponía al servicio del otro: el director alimentaba hábilmente un relato donde el estrellato de Cruise iba imponiéndose progresivamente a la iconicidad de la serie televisiva; y el actor se dejaba llevar por una mascarada tan payasesca como triste, en la que la mirada nunca era lineal. Lo llamativo es que Cruise continuaría en esta senda de retroalimentación con otros cineastas en su filmografía posterior. Misión: Imposible era, así, el film donde encontraría el rol de su vida, pero también una forma de pensar y hacer cine, tanto desde lo actoral como desde la producción.


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