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Príncipe de la ciudad (1981)



UN HOMBRE SOLO

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Hace diez días, el 12 de este mes y con 71 años, falleció Treat Williams, uno de esos típicos actores hollywoodenses que solían ser reconocidos como “hombres duros”, pero que, al analizar con mayor cuidado, se revelaban como intérpretes mucho más dúctiles y eclécticos. Hasta con las circunstancias de su muerte (en un accidente en su motocicleta) parecían confirmar esa rudeza, pero lo cierto es que Williams, desde los mismos inicios de su carrera, acumuló una gran variedad de registros, incluso dentro de una misma película. Príncipe de la ciudad, uno de sus films iniciales y su primer protagónico, cuando todavía era una figura en ascenso -convengamos que luego su trayectoria se estancó un poco-, es una confirmación de cómo podía reunir en su corporalidad y gestualidad una potente diversidad de matices.

El film de Sidney Lumet, adaptación del libro de Robert Daley basado en un caso real, se centra en Daniel Ciello (Williams), un detective que integra una unidad de narcóticos de Nueva York que, a regañadientes, acepta cooperar con una comisión especial encargada de investigar la corrupción policial, con la condición de que sus compañeros no sean afectados por la investigación. Obviamente, esta labor probará ser extremadamente complicada y riesgosa, pero Príncipe de la ciudad, a lo largo de casi tres horas, se permite hacer transitar al protagonista por todas las eventualidades y estados de ánimo posibles. Desde la negación sobre las implicancias de lo que está haciendo hasta el temor de que lo descubran, pasando por la euforia al descubrirse como alguien hábil para destapar pactos criminales, la sensación de soledad y desprotección, y el arrepentimiento por lo hecho, entre otras circunstancias íntimas. El viaje de Ciello será frenético, agobiante, pero, principalmente, triste, un derrotero sentimental que podía interpretarse políticamente, pero resonaba más personalmente.

Es que Lumet parecía haber hecho aquí un aprendizaje, un salto de madurez no solo narrativa, sino también discursiva, con respecto a sus grandes éxitos de la década previa, Sérpico (1973), Tarde de perros (1975) y Poder que mata (1976). Si en aquellas películas se imponía la bajada de línea ideológica, incluso por encima de las historias personales de los protagonistas -en muchos aspectos sometidos a lo discursivo-, en Príncipe de la ciudad triunfa el drama íntimo. Otra vez aparece la mirada descreída sobre el papel de las instituciones dominantes (en este caso, la policía, pero también los cuerpos de abogados federales) y el retrato de un sistema podrido hasta sus entrañas, pero la vertiente dominante termina siendo el camino trágico recorrido por Ciello. Más que un thriller, lo que vemos es un drama ético y moral sobre un tipo que, por más que lo intenta de todas las formas posibles, a puro histrionismo, argumentación y unas cuantas mentiras -Ciello es alguien que está siempre tratando de decir lo que quieren escuchar los demás-, termina en la más absoluta soledad y repudiado por propios y ajenos.

Si en unos cuantos tramos la película se deja llevar por las remarcaciones discursivas sobre las miserias de todas las partes involucradas, la puesta en escena de Lumet encuentra otros instrumentos más potentes para expresar su punto de vista sobre el mundo. Principalmente a través de la fotografía de Andrzej Bartkowiak, que maneja los claroscuros de manera estupenda; y del contraste establecido entre los espacios abiertos y cerrados, que, dependiendo del momento, refuerzan la sensación de desprotección o de agobio que aquejan a Ciello. De hecho, hay secuencias donde el protagonista va de un lado a otro de edificios gubernamentales, explicitando su sometimiento a los dictámenes burocráticos del poder institucional. Se podría decir que Ciello es como una rata -con todas las implicancias de este término- en un laberinto del cual es imposible escapar. Y esa “rata” tiene el rostro de Williams, que en una actuación muy potente lo expone a Ciello en toda su fragilidad, incluso cuando quiere pretender -para con los demás y consigo mismo- fortaleza y hasta soberbia. Por eso el plano final de Príncipe de la ciudad es tristísimo, desolador y perfectamente coherente con la historia que cuenta, en buena medida por la expresividad de Williams, un tipo que podía hacer de todo.


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