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La princesa que quería vivir (1953)



VIAJE URBANO E INTERIOR

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

La última semana de estrenos nos mostró géneros y subgéneros en decadencia: por un lado, Amor a primer mensaje, donde el relato romántico queda atado a las decisiones del guión, con una carencia absoluta de magia al momento de la puesta en escena. Por otro, Cuando ellas quieren más, donde el viaje y el conocimiento de una localidad “exótica” se convierte en una sucesión de postales turísticas mientras los personajes son una suma de cáscaras vacías. Por eso no viene mal repasar una película como La princesa que quería vivir, que combina ambas vertientes con una fluidez llamativa, con tiempos propios y sin compromisos impuestos por factores externos.

El relato posee un planteo que no deja de ser básico, aunque tiene sus capas de complejidad: una princesa (no se dice el país, pero el modelo de referencia es claramente el Reino Unido) está en plena gira por diversos países, sometida a seguir protocolos de todo en diversos actos. Un día, harta de todo el cortejo y la pompa que hay a su alrededor, y con ganas de explorar “el mundo real”, se da a la fuga en Roma e inicia un viaje por la ciudad que la lleva a cruzarse con un periodista. Él pronto se da cuenta de quién es ella, pero decide seguirle el juego con la esperanza de conseguir una exclusiva. Sin embargo, ambos terminan enamorándose, aunque sus respectivas identidades y posiciones funcionan como obstáculos difíciles de sobrellevar, mientras la ciudad se convierte en un telón de fondo de sus conflictos íntimos y morales.

No deja de ser llamativo cómo La princesa que quería vivir dialoga casi involuntariamente con su contexto estético y hasta político. Porque, si bien su diseño se enmarcaba en el juego con el artificio típico del Hollywood de esos tiempos, ese de las estrellas inmortales y humanas a la vez, su puesta en escena establecía conexiones con otras exploraciones del lenguaje cinematográfico que estaban explotando en ese momento. Es que el director William Wyler, contra los deseos de los ejecutivos de la Paramount (que querían llevar a cabo el rodaje en Hollywood), quiso filmar la película en locación, como una forma de agregarle mayores capas de realismo. Su elección fue finalmente aceptada, pero con un presupuesto mucho menor y, por ende, dos condicionamientos: el film no se pudo hacer en Technicolor, sino en blanco y negro; y se tuvo que elegir para el protagónico a una actriz desconocida. Esos dos “obstáculos” le terminaron jugando a favor: el blanco y negro acercó a La princesa que quería vivir al neorrealismo italiano, mientras aparecía en pantalla, como un meteorito, esa figura bellísima y conmovedora que era Audrey Hepburn.

Esos elementos se combinan con una sabiduría particular en la historia de la película: Wyler, un realizador todoterreno, que por ahí no llegaba a ser un “autor” en toda su dimensión, pero que aún así supo entregar varias obras maestras durante su carrera, narra todo con paciencia y solvencia. Da la impresión de que le pidiera a los espectadores que se adaptara a los ritmos de los protagonistas, a sus recorridos erráticos, a sus dudas y aprendizajes. Y también a esa ciudad que es Roma, con su gente extrovertida y gritona, pero eternamente simpática. Es como si nos dijera “tranquilos, todo a su tiempo, ya llegará el amor, para eso las personas primero se tienen que conocer”. Y lo cierto es que el conocimiento mutuo entre esa princesa encubierta y el periodista un poco atorrante, pero de buen corazón que interpreta Gregory Peck -con la madurez interpretativa para ser consciente de que la verdadera estrella era Hepburn-, se da a través de la experiencia pura, de la exploración de los vericuetos urbanos, de los momentos compartidos, de los cruces de miradas que delatan un amor creciente y una complicidad que hasta podría vincularse con la amistad.

Como el neorrealismo (y después la Nouvelle Vague), La princesa que quería vivir también recortaba un pedazo de tiempo que marcaba a fuego a sus personajes, aunque al mismo tiempo no dejaba de ser, lógicamente, efímero. Por eso la secuencia final, magníficamente concretada en base a miradas y silencios que dicen todo, posee una melancolía inusitada. A la vez, la película evidenciaba el poder y relevancia que podía tener el género en Hollywood: por algo pudo llevarse los Oscars al mejor guión (escrito por Dalton Trumbo, que en ese momento estaba en las listas negras armadas por el macartismo) y a la mejor actriz para Hepburn. Lamentablemente, si establecemos una comparación con los tiempos actuales, la diferencia es abismal desde lo negativo: no solo porque lo romántico parece estar cada vez relegado en la consideración general, sino porque la propia producción actual certifica que hay una gran sequía creativa. De ahí que la melancolía se potencie: es imposible no extrañar a Wyler, Trumbo, Hepburn y Peck.


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