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Week End (1967)



TODOS LOS TIEMPOS, EL TIEMPO

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

Hay una verdad que hacia la década del cincuenta ya es ineludible: el cine marca una huella en la escritura literaria en relación con la mirada y con el tiempo. Julio Cortázar es una de las víctimas fatales y La autopista del sur (incluido en Todos los fuegos el fuego de 1966) aparece nuevamente como un intento perdido en ese deseo por capturar el tiempo, de apresarlo en una cronología perceptible, racional. Todos los tiempos, el tiempo. Como en el cine, arte del presente, de lo simultáneo, de la suspensión. Desde la primera escena del relato queda establecida la imposibilidad: “Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa…” Es decir, la fila de autos se detiene, se suspende, como el paso del tiempo. Todo se transforma en presente. “las horas acababan de superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo. Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese día o esos días”. Como en una sala de cine, podríamos agregar, se pierde la noción del tiempo.

En Weekend (1967), Jean Luc Godard se mofa de cualquier pretensión de fidelidad literaria. Como a Antonioni y su Blow-Up (1966), no le interesa la resolución fantástica y se detiene en una imagen, la del embotellamiento, para construir el travelling más largo de la historia, pero sobre todo para dar forma a una película donde vuelve a trabajar sobre sus principales marcas de autor y de estilo: la crítica despiadada al conformismo burgués y la exploración sobre las posibilidades del montaje. Si en el relato de Cortázar, el embotellamiento es la excusa para enrarecer lo cotidiano, dilatar el paso del tiempo, la película de Godard toma los signos burgueses, sus actos cotidianos, y los transforma en una especie de apocalipsis donde una pareja recorre el escenario de destrucción y padece los cambios que alteran sus hábitos de deseo y de consumo. A pesar de ser tan diferentes (cuestión que se agradece), los dos, a su manera, utilizan procedimientos de dispersión, de interrupción, para evitar un centro lógico racional.

Susan Sontag escribía entonces: «En Weekend, Godard contrasta la barbarie mezquina de la burguesía urbana propietaria de automóviles con la violencia posiblemente catártica de una juventud reencontrada con la barbarie». De este modo, el automóvil es el signo a demoler, un elemento metonímico para lanzar un certero ataque al corazón del consumismo. En un recorrido anárquico que demuele cualquier idea de guión de hierro, la película escupe sus proclamas, se divierte augurando formas de canibalismo burgués sustentadas en el individualismo. No hay apocalipsis que pueda menguar la división mezquina de clases.

Y si el montaje es la principal herramienta liberadora, también es inherente como operatoria al interior de los cuadros, donde personajes de diversas épocas atraviesan el itinerario caótico de la pareja protagónica. Weekend es sinergia pura, es materialidad al palo. Podría decirse que es la película punk de Godard. Su hermoso cinismo está desparramado en cantidad de pasajes memorables, por ejemplo cuando Roland dice «esta película es una mierda» o cuando personajes gritan «son los actores italianos de la coproducción», aludiendo a quienes ponen la plata de la película. Como si fuera poco, una declaración de intenciones, la que nos ha estado contando el director durante gran parte de su carrera. La película termina con un juego de palabras que refieren el fin del cine. Lo paradójico es que pocas veces hemos visto tanto cine.


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