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La ira de Dios

Título original: Idem
Origen: Argentina
Dirección: Sebastián Schindel
Guión: Sebastián Schindel, Pablo Del Teso, sobre la novela de Guillermo Martínez
Intérpretes: Juan Minujín, Macarena Achaga, Diego Peretti, Monica Antonopulos, Guillermo Arengo, Romina Pinto, Ornella D’Elía, Germán de Silva
Fotografía: Fernando Lockett
Montaje: Sebastián Schjaer
Música: Iván Wyszogrod
Duración: 98 minutos
Año: 2022
Plataforma: Netflix


4 puntos


UN ENOJO QUE NO LLEGA A IRA

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

La ira de Dios es un compendio de talentos que no funcionan. En la dirección Sebastián Schindel, director irregular pero con cierto manejo de un tipo de cine industrial con pretensiones como es este caso; dos protagonistas probados como Juan Minujín y Diego Peretti; y Guillermo Martínez, autor de la novela original, uno de los escritores más reconocidos del actual panorama editorial argentino, una tentación habitual a la hora de trasladar el éxito literario al territorio del cine. Pero algo sale mal desde el vamos y la película producida por Netflix se va deshilachando minuto a minuto.

Ya la primera escena anticipa un poco el descalabro, que es de representación antes que narrativo (luego será también narrativo, pero hay algo en la puesta en escena que hace ruido desde el primer segundo). Ese arranque, un prólogo que nos dejará en suspenso mientras un flashback nos deposita muchos meses antes de ese evento que adivinamos trágico, se impone con la textura de una serie antes que con el peso de las imágenes cinematográficas. Por tiempos, por trabajo de planos, por uso de la luz, incluso por cómo la información se dispone de una forma un tanto abrupta e intenta introducirnos velozmente en la historia, todo tiene el tono de una serie. No abonamos aquí la idea conservadora de que el cine necesariamente es mejor que la televisión, pero sí que la resolución de algunos conflictos y la forma de recrear el suspenso, renovándolo como en cuotas, busca perseguir más la atención de un tipo de espectador acostumbrado al lenguaje serial que al de los tiempos del cine. El perjuicio es, por tanto, que esa textura elegida atenta con el andamiaje narrativo de la película volviéndola absolutamente subsidiaria de una lenguaje de moda. La ira de Dios se asume así con un producto que se consume y se descarta por el próximo producto de moda. Ese es el peor pecado de la producción de plataformas (y de mucho arte actual): su carácter perecedero, con fecha de vencimiento, incapaz de generar una memoria mucho más allá de sus propios límites.

En la obra de Guillermo Martínez el rol del narrador es siempre un lugar en crisis. El autor disfruta de esa autorrefencialidad, incluso de la incomodidad de ponerse en un espacio de deidad caprichosa. Ese es precisamente el dilema principal de La ira de Dios, por encima del thriller sobre la supuesta venganza que un escritor acomete contra la familia de una chica que lo denunció por acoso. Antes que los recursos físicos del género, la historia privilegia lo psicológico: ¿cuánto hay de cierto en el relato de la chica sobre la culpabilidad del escritor? ¿Cuánto de inocente hay en el supuesto victimario? El periodista que interpreta Minujín oficia como espectador, entre dos poderes que buscan dominarlo y ofrecerle una verdad. Ahí entra a jugar otro elemento de la obra de Martínez, que es el azar, las casualidades, y cómo estas en determinado sentido pueden determinar una mirada; que en este caso no es más que un juicio de valor.

La ira de Dios es interesante en teoría, pero como obra cinematográfica se desvanece. Un film de misterio sin misterio, donde una serie de crímenes se suceden de forma mecánica y sin mayor sorpresa. Además, por la propia importancia de sus temas, la película adquiere un aspecto solemne y envarado, a lo que nada ayuda la marmórea actuación de Peretti como un villano que hubiera precisado otros matices, ni la transcripción de este relato en clave noir, invocando una serie de clichés sin vida. En todo caso su mayor acierto no es el de generar la ira del espectador, sino más bien un leve enojo que se traduce en aburrimiento.


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