Título original: Crimes of the future
Origen: Canadá / Inglaterra / Grecia
Dirección: David Cronenberg
Guión: David Cronenberg
Intérpretes: Viggo Mortensen, Léa Seydoux, Scott Speedman, Kristen Stewart, Welket Bungué, Don McKellar, Yorgos Pirpassopoulos, Tanaya Beatty, Nadia Litz, Lihi Kornowski, Denise Capezza, Efi Kantza
Fotografía: Douglas Koch
Montaje: Christopher Donaldson
Música: Howard Shore
Duración: 107 minutos
Año: 2022
8 puntos
¡QUE VIVA EL CINE DE CRONENBERG!
Por Guillermo Colantonio
Cronenberg ha vuelto, ha divido las aguas y ha hecho una gran película. Se llama Crímenes del futuro y si bien no tiene nada que ver con aquel título del comienzo de su carrera, remite a las mismas ideas. En efecto, Cronenberg compendia sus indagaciones en esos inicios de fines de los setenta, que nos sumergen en tierra del inconsciente, de lo surreal y hasta de un imaginario gráfico de comic.
Claro está, si el cine solo fuera una cuestión conceptual, qué pobre serían nuestras vidas en las salas. Más concretamente: se habla de la nueva carne, de deseos y de cuerpos mutados, pero al mismo tiempo se forma un órgano estético en pantalla tan enfermizo como atrayente. Mucho tiene que ver el pulso del director (no necesariamente narrativo y se ve que a varios les resulta difícil desprenderse del ego del relato) y la atmósfera enrarecida de imágenes pálidas y virales que, en todo caso, más que tortura puede ser una buena sesión de acupuntura. ¿El alma, Dios, lo metafísico? Bien, gracias.
El tema, una vez más, es el cuerpo y la capacidad de adaptación a las transformaciones ambientales y a los desajustes científicos. Una pareja de artistas performáticos (Saul y Caprice) forma una especie de simbiosis, no solo en las actuaciones, sino en lo cotidiano. Ella lo asiste mientras él padece dolor, algo que pertenece a una dimensión del pasado. Hay algo así como unos habitáculos similares a carozos donde uno reposa, cuya contextura es a base de tejidos, entidades “vivas” con un software, diseñadas para ayudar al descanso. Por otra parte, los espectáculos que ofrece la pareja consisten básicamente en hacer cortes quirúrgicos en pecho y barriga para extraer en vivo nuevos órganos generados por el propio cuerpo (y que se supone deben quedar archivados en un registro).
Lo que podría representarse en un marco futurista es en realidad acompañado por un paisaje gótico, medieval, donde el afuera se asemeja una tierra baldía de pocos habitantes. El tratamiento espacial es alucinante, del mismo modo que la morosidad de la cámara para recorrerlos, como si los personajes flotaran por el lugar. La trama se concentrará en los sentidos que despierta el título de la película, cuestión que no conviene adelantar, pero que insiste sobre un mundo sin posibilidad de trascendencia. Cada cuerpo, cada rostro, con sus marcas y su palidez, son producto del deseo llevado al más alto plano de fetichismo, despojado de emociones. Y son parte de un mundo donde se desnuda el carácter contradictorio de la ciencia: el avance tecnológico provoca un deterioro absoluto en todas las estructuras sociales, políticas e individuales. Basta ver el derrotero de los personajes que abren la maravillosa secuencia inicial.
Y como es habitual en su poética, la excusa de una representación artística o una performance científica abre una puesta en abismo que ubica el cuerpo torturado de sus protagonistas en la frontera de su desintegración. Ellos intentan descifrar lo que hacen, cómo controlar la energía creativa y enfrentarse a la destructiva. Y en esto no hay diferencia entre un científico y un artista. La cuestión es cuando los aspectos más siniestros de cada actividad salen del entorno represivo y se manifiestan para dislocar un orden aparente.
Que viva el cine de Cronenberg, por muchos años más. Algún científico/artista que haga algo para ello.
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