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Rifkin’s Festival

Título original: Idem
Origen: España/EE.UU./Italia
Dirección: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Intérpretes: Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Louis Garrel, Christoph Waltz, Sergi López, Richard Kind, Nathalie Poza, Douglas McGrath, Steve Guttenberg, Enrique Arce, Tammy Blanchard, Damian Chapa
Fotografía: Vittorio Storaro
Montaje: Alisa Lepselter
Música: Stephane Wrembel
Duración: 88 minutos
Año: 2020


5 puntos


UN HOMBRE HABLANDO SOLO

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Hay un chiste recurrente en Rifkin’s Festival que es bastante sintomático de la película y hasta del momento personal de Woody Allen. Bueno, no sé si es un chiste, porque es muy poco gracioso, pero sí al menos una situación curiosa que se repite: Mort (Wallace Shawn) observa cómo su esposa Sue (Gina Gershon) charla muy íntimamente con el director Philippe (Louis Garrel), y empieza con un monólogo como para llamar la atención, cosa que no logra. Entonces Mort se queda hablando solo, dejando sus ideas a medio terminar, sin lograr conectar con el entorno. Y Rifkin’s Festival es un poco eso, un viaje al mundo interior de un tipo cuyas ideas ya no le interesan a nadie, alguien pasado de moda, que entra en crisis por eso mismo y que debe encontrar nuevas motivaciones. Si hacemos la traslación habitual, de que los protagonistas de las películas de Allen son avatares del propio director, sin dudas que en Mort el autor parece exorcizar su presente: marginado de los Estados Unidos, sin productores que le pongan dinero para filmar, con películas que se estrenan a destiempo (si se estrenan) y alejado ya del centro de la escena para un público que antes lo cobijaba como un tótem cinéfilo. Esa amargura, que puede ser consciente o no y que en verdad surge de algo externo y no del material, le da a la película una rugosidad o al menos una intención, algo que la perezosa historia y sus diálogos desangelados no logran por propio peso.

Como cada vez que Allen ha hecho un run for cover europeo, parece tomar viejas ideas, desordenarlas y reacomodarlas como para disimular un poco. Pero no, por más esfuerzo que haga, se nota. Lo que sucede en Rifkin’s Festival es como un remedo de Recuerdos, aquella en la que interpretaba a Sandy Bates, un director que acudía a un festival donde lo homenajeaban, y que entraba en crisis respecto de su carrera y su propia existencia. Lo que cambia, lo diferente, es que ahora el alter ego alleniano no es el protagonista de la escena, sino un comentador, alguien lateral: Mort acude al Festival de San Sebastián no como figura venerada del cine, sino como acompañante de su esposa, que trabaja como encargada de prensa. Desde ese lugar es que mira y acota, que opina, sin que sus comentarios logren efecto alguno. Si en Recuerdos se filtraba el imaginario cinéfilo de Allen, expresado fundamentalmente a partir de una relectura de 8 y ½ de Federico Fellini, aquí sucede algo similar: cuando profundiza la idea de que su matrimonio se está muriendo, Mort comienza con sueños recurrentes, pesadillas, que tienen las formas de películas de sus ídolos, Fellini, Bergman, Rohmer y más… Son procedimientos habituales en el cine del director, y aquí funcionan como signo distintivo, como aquello que saca a la película de su perezosa trama de amores cruzados, expresada sin mucho entusiasmo y con bastante tedio.

El gesto de Allen, por otra parte, muestra lo fatuo de toda la película. Si en 1980 la reescritura de una película de Fellini presentaba su osadía, Recuerdos no dejaba de ser además una obra autorreferencial interesantísima plagada de ideas y narrada con energía y mucho humor. En contrapartida, pensar en Fellini o Bergman, al menos en la forma y el marco en que Mort/Allen lo hacen en Rifkin’s Festival, es un poco reflexionar sobre letra muerta, casi desde un espíritu museístico que se da la mano con el esnobismo insufrible del personaje, cuyas ideas sobre el cine del presente son reduccionistas y miserables. Pero además hay una mirada que excede al personaje y que es de la propia película, que permite una relación entre fondo y forma que no resulta satisfactoria. Y por más que Mort caiga en cuenta hacia el final de que ha sido un viejo bastante pelotudo, la película no termina de hacer carne ese proceso del personaje porque en lo concreto es sumamente autoindulgente: no le da voz a los otros personajes, impide los cuestionamientos externos y hasta incluso en la sesión de terapia donde surge el flashback que construye el relato, Mort habla 90 minutos sin parar y cuando le toca el diagnóstico al terapeuta, Allen decide dejarlo en off, cerrando la historia. Rifkin’s Festival es, por lo tanto, la imagen esa de Mort hablando solo y un poco a los gritos. Un poco patético.


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